II

Beatriz, de apellido, burdamente, Chávez, nació en el corazón de la clase media, ese fino estrecho que separa a la inmensa cantidad de pobres de la cristalina minoría de ricos. La clase media es como un limbo, un territorio espectral, en dónde toda suerte de extrañas cosas suceden. En la clase media, reside la auténtica locura social. Es el lugar que la vergüenza ha elegido para acampar; allí, los más extraños complejos brotan como plantas espinosas. La clase media ha quedado atrapado para siempre en un momento irrealizado, en un fantasmal deseo de devenir.  
  
Profesora. La madre de Beatriz fue profesora toda su vida, en un colegio de ricos. En donde por cierto Beatriz terminó estudiando. Entiéndase que de ningún modo hubiesen podido cubrir la colegiatura, los Chávez, pero con ser profesora, y tan buena, tan respetada, la madre de Beatriz pagaba solamente una fracción de la cuota regular. Enseñar era la vida. Lo hacía con semejante amor… Luchaba por mantenerse creativa en el aula… Los claxonazos, los humos, las imprecaciones que tenía que soportar en el tráfico de cada mañana: qué importaba todo eso, si luego encontraría esos rasgos sorpresivos de sus inquietantes alumnos... Mantuvo siempre por éstos una lealtad ciega. En el salón de clases, la madre de Beatriz conseguía estados de gracia estimables. Sus estudiantes la querían, aunque con los años, siempre la olvidaban. 

El caso de Beatriz es bastante triste. Digamos que su condición social era la de una Lazarilla. Pero sus padres le proveyeron con semejante educación, y le ofrecieron tal sensación de seguridad, que al final terminó creyéndose, de antemano, que era una Conquistadora.

Más que un lugar para aprender, el colegio se volvió algo así como el castillo de todas sus fantasías, un palacio en dónde podía tener intercambios con príncipes y princesas, y sentirse ella misma un poco especial. Humillaciones –el no tener guardaespaldas, por ejemplo– las tuvo. Cuando se daba cuenta que no tenía la misma ropa como el resto de sus amigas, a veces hacía berrinches memorables, y sus padres, débiles, tenían que hacer lo imposible por satisfacer sus fantásticos caprichos. Pero los complejos, los malditos complejos… Todos esos complejos hicieron de Beatriz una orgullosa y una hija de puta. Para Beatriz, Guatemala era un lugar netamente inferior. Una recua de zombis subalimentados, royéndose los unos a los otros, extirpándose a mordiscos las orejas, los pezones, el hígado... Eso era Guatemala para Beatriz.

Hay una razón, hasta ahora, no dicha, por la cuál Beatriz se sentía como una Conquistadora: su abuela, la madre de su madre.

Su abuela provenía de una familia relativamente rica en el país. Está bien: de una familia muy rica. Pero cometió el inesperado, el portentoso error de mezclarse con el hombre equivocado, lo cuál le valió de inmediato críticas, luego burlas, luego insultos, y luego la excomunión familiar. Por amor, renunció a todo. Se autodescastó. Se rebajó a ser una Lazarilla. A partir de allí, tuvo que trabajar bíblicamente con sus propias manos. Y criar a una hija en la más acerba de las incomodidades. Beatriz no comprendió nunca cómo su abuela pudo cambiar de casta por un esposo. El día se alargaba para Beatriz cuando pensaba en este infortunio histórico, en este Waterloo de la biografía familiar. El linaje se había roto como un collar de perlas, salvajemente, arrancado por manos ladronas, por manos hambrientas: su abuelo. Este abuelo nunca quiso a Beatriz, pues tenía excelente olfato: el enemigo había reencarnado en la figura de su nieta. Colmo de la ironía: era muy bella. Sentía en su fuero interno que esa belleza provenía más bien del lado Conquistador de la familia, y no del suyo propio, lo cuál le causó numerosos pudores, en horas seniles. Por eso, cuando se juntaban, cada domingo, abuelo y nieta, una guerra silenciosa, la guerra de las Categorías, operaba secretamente.

La madre de Beatriz derivó de su madre algunos modales enteros, bien formados, los suficientes como para no hacer el ridículo en sociedad. Las mismas conductas que Beatriz replicó, y que le permitieron casarse, eventualmente, con un hombre como Santiago, un hombre, justamente, de conductas, un hombre de mundo.

Los problemas imaginarios han llevado a muchas personas a cortarse las venas, incluida Beatriz. Beatriz se cortó un día las venas (después de graduarse del colegio, antes de casarse con Santiago) pues un gran cansancio se había acumulado bestialmente en su vientre. En ese momento sintió que todos sus antiguos compañeros de colegio la miraban, sin burlarse propiamente, pero burlándose, como siempre había sido.

Afuera llovía. Se acostó en la alfombra, con las muñecas derrochando sangre: el problema imaginario se había convertido en problema real. Beatriz supo que algo había hecho bien en su vida: eso. Eso y nada más. La fatiga era más pesada que la casa misma. Era más pesada que las largas avenidas de Guatemala.

Pero no murió. Incluso vivió lo suficiente para caer en estado de vegetaloidización, años más tarde.

Y vivió lo suficiente como para casarse con Santiago.

Beatriz subió al altar pensando que se había sacado la lotería, al casarse con un millonario.

La boda. Qué fiesta aquélla. Las cantidades pantagruélicas de alcohol… La ingesta hercúlea de comida… Las boquitas como obritas de arte... Todos apantallados... La iglesia brillaba con mil resplandores...

A la salida de la ceremonia, se formó tremenda fila para saludarlos.

Mesas y mesas debajo de los toldos gigantes. Y cada detalle… La fiesta se prolongó hasta el año siguiente, prácticamente. Esa boda fue como una especie de pórtico a otra dimensión, más o menos. Una cosa tremenda. Los recién casados vagaban entre las mesas, tomaban tequila, cinematográficos y encantadores.

Se diría que casi engañan al tedio, esa noche, esos dos. Casi lo timan. Pero, claro, no es posible timar al tedio. Nadie lo ha logrado hasta la fecha. Nadie se ha salido con la suya.

Luego cayó la lluvia.

Fue una lluvia nomás: presagiando algo, sin ser explícita. La verdad es que la gente se mostró apreciativa con el chaparrón. De alguna manera, alteró más los ánimos. Allí estaban los toldos, pero igual había goteras aquí y allá, y luego se formaron charcos. Las botellas de whiskey se vaciaban, se volvían a llenar. La lluvia era como un invitado especial, animando a todos a beber con desenvoltura. Hasta los que no bebían bebieron. Hasta los ancianos se emborracharon. Hasta los abstemios quedaron rendidos, vomitando en los retretes. Por supuesto, Beatriz se preocupó cuando asomaron los primeros goterones. Santiago, en cambio, no. Santiago inclusive se puso a brincar en el jardín, bajo el aguacero, como un imbécil. Así, todo mojado, Santiago siguió compartiendo bromas, risas, tragos, con sus amigos, y con los desconocidos a la vez: no pocos: se habían colado: es tan normal. La lluvia duró horas. Una lluvia larga como una vela que nunca se acaba.
Un dato interesante es que el vestido de la novia, de la recién casada terminó enlodando. Se enlodó todo pero quedó, de alguna forma, más bonito: blanco y sucio a la vez. Como es habitual en ciertas novias insufribles, Beatriz se puso de mal humor. Intentó limpiarlo en el baño, pero en fin, fue todo inútil. Después, terminada la fiesta, lo mandó a lavar; se lo dejaron nuevito, y ella quedó satisfecha: era su vestido de bodas. Si pudiéramos juntar todos los vestidos de bodas de todas las bodas consumadas, formaríamos un gran mantel gigantesco del color de la nieve, en dónde crecerían flores ambiguas, que son las flores de los matrimonios. El vestido de Beatriz ahora yace colgado en un inmenso walking closet, ese espacio como extraño, a veces críptico, que hay en los cuartos conyugales. Allí está metido en su gran funda. Esperando a que alguien lo saque. Pero desde que Beatriz entró en estado vegetaloidoso, nadie lo saca. No se entiende muy bien cómo, pero en un momento, como a eso de las cuatro de la mañana, empezó una guerra de tamales entre los invitados. Algo nunca visto. Se los tiraban de mesa a mesa. Si al lodo y la lluvia ahora agregamos los tamales, imaginen lo pinta de los invitados. Incluso el padre del novio recibió su tamalazo. El señor al principio estaba enojado. Pero luego se le fue pasando. Y hasta se puso él mismo como eufórico a tirar tamales también. Su esposa, apenada, sonreía, pero de la pena. El novio y la novia ya se habían ido, cuando acaeció la Batalla. Por suerte. Porque eso no lo hubiera aguantado Beatriz. Santiago, él, se hubiera puesto muy alegre. Pero Beatriz no aprecia los tamales. Le recuerdan ciertas vergüenzas de infancia, ciertas criadas que sin embargo sentían por ella, por Beatriz, algo genuino y algún afecto.

La mañana amaneció lluviosa: rápido se fueron al aeropuerto.

Fue Santiago quién decidió que se iban a ir, de luna de miel, a la India.

De más está decirlo: la India los esperaba con toda suerte de sorpresas. Él llevó consigo su cámara digital y tomó fotos hasta el cansancio. Miles de fotos. Todas están allí, en su computadora. En muchas de esas fotos aparece Beatriz, algo atribulada. El viaje duró en total tres semanas. Al cabo de la tercera, Beatriz ya sólo tenía una cosa en mente: volver a Guatemala.

La verdad es que ella nunca estuvo de acuerdo con ese viaje a la India. Él pretendió no darse cuenta. A regañadientes, a empellones, sin ganas, y porque ni modo, ella terminó aceptando. Y además, en cierta medida, estaba envuelta en la baba de adiposa iniciativa que Santiago secretaba abundantemente como un poderoso insecto. No quería ir pero, viéndolo a él tan emocionado, dudaba. Santiago parecía tan convencido: una intensa luz emanaba de su rostro cada vez que hablaban del tema.

La amargura echó raíz a lo largo de ese viaje a la India. Jamás habría de borrarse ese sentimiento de haber sido engañada: le había dado una oportunidad a Santiago, y Santiago le había salido con eso: la India. Jamás volvería a creer en él. Cuando regresó a Guatemala, habló maravillas de su viaje: era obligado. Ella procuraba contestar con emoción a las preguntas de sus amigas, pero se sentía elidida entre su deseo de epatarlas y por otro lado la sensación acre de estar sumergida en un complot oscura: en su mente, ellas estaban empecinadas en descubrir que su luna de miel había sido un fiasco. Era un sentimiento habitual en ella: no entender. Él tardó en ver que su mujer era una cretina, persistió en una suerte de brutal negación. Así pudo aguantarle tanto tiempo, hasta el día milagroso en que ella cayó en estado de vegetaloidización; su vida cambió entonces para siempre.  

Nunca tuvieron hijos. Él los deseaba; y ella, a su modo, también. Pero sobre todo él. Se imaginaba jugando con ellos. Estaba ansioso por mostrarles, a estos niños hipotéticos, su colección de navajas. Quería llevarlos ya a mercados hiperreales, a contemplar frutas exóticas. Quería tener hijos para trasvasar todas esas cosas que él había descubierto a lo largo de los años. Digamos que el asunto de la progenie era un asunto delicado, emocional. Cuando veía a sus amigos, con sus niños, daba por sentado que tal era la forma de vida superior, la más trascendental de todas. Lo que más le causaba ilusión era la perspectiva de viajar con ellos. Pensaba en todos esos recorridos alrededor de Guatemala: les mostraría su propio país, les enseñaría a quererlo.

Santiago era él mismo un niño. Y quería amigos que lo acompañasen en su asombro. Subirse a los columpios, explorar la naturaleza: todo eso. Quería tener hijos ya; pero Beatriz no estaba segura.

Ella no los quería del todo. Sabía perfectamente cuál era su rol social, y en el fondo estaba dispuesto a asumirlo. Pero estaba aterrorizada ante la posibilidad de algo tan nuevo, tan ignoto, tan vengativo como un hijo. Estaba casi segura que no podría cumplir con las obligaciones de ser madre. Y esa insistencia de Santiago… Dejaron de usar preservativo. Luego, en medio de un insomnio atroz, ella pensaba en su vientre. Comenzó a evitar a Santiago. No quería ya tener relaciones con él. No quería quedar embarazada. Pero Santiago la arrinconaba: en el walking closet, por ejemplo: la desnudaba, le sujetaba fuertemente. Ella no sentía nada. Lo único que gozaba era ese momento cuando le bajaba nupcialmente la regla. Estaba limpia otra vez. Pero el miedo recomenzaba, tarde o temprano. Y Santiago se acercaba, como una pantera.

Se enteraron eventualmente que no podían tener hijos. Y por fortuna para ella, era él quién no podía tenerlos. Era estéril. Ella lo celebró en secreto. Volvió a ser de hecho muy juguetona en la cama. Él lo interpretó como un acto de solidaridad, tras la trágica noticia.

A Santiago le dio por hacer deportes extremos. Un ejemplo: deslizarse con arnés  a lo largo de extensos cables en la mitad de la selva puestos entre árbol y árbol. Era una sensación maravillosa para Santiago volar entre los follajes galopantes. Beatriz lo acompañaba de muy mala gana, irritada por los mosquitos, por el lodo, el latigazo de una rama eventual, y con miedo de caerse, aún si realmente las probabilidades de caerse eran iguales a que un avión le cayera encima.

Otro día, la llevó a hacer rafting. Realmente todo transcurrió bastante bien, al principio. Incluso lo disfrutó un poco, Beatriz. Pero después, la balsa fue a dar de frente contra una roca. Dio vuelta; Beatriz cayó a las aguas frías. No pudo recordar lo que tenía que hacer. En poco tiempo, un gran dolor punzante le nació de la rodilla; tragó mucha agua; finalmente una mano –el instructor– la levantó bruscamente. Estaba otra vez en la balsa, pero asustada. Y lo peor es que Santiago se reía de todo el episodio. Para mientras el dolor de rodilla persistía, como una flor intensa. Beatriz le echó encima a Santiago una mirada despectiva; él calló.

Santiago quiso salir más y más de paseo. Fueron a Los Cuchumatanes. Había tanto frío. Beatriz temblaba. Era una tortura. Y Santiago quiso salir a caminar… Beatriz pensó que se trataría de una caminata breve. Pero duró cinco horas, entre brumas y rocas indiferentes. La niebla se congestionó de manera siniestra. Beatriz con miedo. Santiago la llevaba por largos caminos terrosos y sin vida, el frío le mordía las manos. Las plantas eran todas hostiles: todas hostiles, las rocas filosas. Santiago no decía nada. Estaba como en trance. Beatriz sintió más miedo. No era la niebla, era él. Le dijo: por favor, volvamos. Llegaron al hotel. Una pareja de alemanes estaban en las sillas, viendo las extensiones, las grandes planicies desérticas. Ella se fue a meter a la cama, helada. Y él se puso a dialogar con los alemanes, mientras tomaban vino. Afuera, un perro ladraba en la distancia, una y otra, una y otra vez, sin tregua. Beatriz terminó durmiéndose. 
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