VIII


Conseguir los comactores, ahora.

Del primero de ellos tuvo noticia por la vía más crasa: el periódico, y no cualquier periódico: el peor de los tabloides, por Elvia leído (lo había dejado sobre una mesa).

Fue esa nota en el periódico la que lo puso al tanto de los hechos. Así tuvo noticia de Leonel Ortiz, del modo indecoroso en que pasó a engrosar las filas de vegetaloides del mundo.

Se quedó pensando: “¿Y si voy con la familia de ese tal Leonel Ortiz y ofrezco hacerme cargo de él?” Santiago estaba dispuesto a pagarles por cuidarlo.

Parece –ésta– una idea tonta; pero ideas más tontas y más imposibles ha parido la realidad.

El comactor–vegetaloide Leonel Ortiz cayó en estado de vegetaloidización estando en un prostíbulo. Allí, en medio de todas, las sucias niñas: una especie de shock indeterminado. Pensaron que estaba borracho; lo dejaron estar todavía unos veinte minutos; pero al fin se inclinaron a él, entre bromas, perfumes asquerosamente baratos; la banda, que no estaba enterada, seguía tocando; y unas parejas bailando en la pista. Comprobaron si llevaba algún documento; lo tenía. Y así lograron establecer comunicación con Leonel Ortiz, padre. Todo esto se relataba con detalles en el periódico de Elvia.

Instruido del suceso, Santiago llama al diario, pregunta por el periodista que ha redactado la nota, se hace pasar por un filántropo conmovido, deseoso de colaborar económicamente con la familia: así es como consigue el teléfono de Leonel Ortiz, padre. Se encuentran. Santiago ofrece una cantidad descomunal y el señor, lejos de oponerse, satisfecho por el negocio, accede. Es un viejo con la tez como dura y puntillosa; alcohólico, su aliento describe vahos mortuorios.

Así que Santiago se lleva a Leonel Ortiz, hijo, al Condominio; y lo coloca en la casa #3, que pasa a ser su casa de ahora en adelante. Establece toda la parafernalia médica; instruye a Elvia sobre los cuidados que el nuevo paciente requiere. Precisa decirse que ha colocado todo un sofisticado sistema de cámaras, para vigilar a los comactores –lo que ya tiene y los que vendrán– desde su propio cuarto, y poder salir disparado a auxiliarlos en caso de algún problema. También ha estructurado un complejo sistema de turnos y visitas médicas.

Lo primero que hace Santiago es ponerle un disco de música clásica a Leonel Ortiz, hijo; la música crea un tejido esponjoso–adiposo; el espacio es masajeado por los sucesivos pliegues blandos del sonido.

Leonel Ortiz, hijo, es un muchacho, pero tampoco tanto. Tendrá veintitrés años. Tendrá veintidós años. No es tan agraciado, ni tan bello, ni tan guapo como lo es Beatriz. Más bien gordo; su vientre gordo gorgoteante. Por alguna razón, Leonel Ortiz, padre, le entregó el comactor con unos anteojos oscuros puestos, y Santiago no se los ha quitado.

No los necesita, pero allí siguen.

El joven vendía software, antes de la comactorización. Desde chico había mostrado una peculiar habilidad para entenderse con las computadoras. Todo su sistema nervioso se orientaba naturalmente hacia cualquier evento relacionado con un ordenador. Allí había una pericia que Leonel Ortiz, padre, estaba aprovechando para sí, en tanto que explotaba a su hijo y le quitaba por lo menos la mitad de su sueldo para sus largas borracheras –le cobraba al hijo por vivir en su casa. El hijo, con un padre así, no era muy normal que digamos. Tenía Aficiones.

¿Pero de qué Aficiones estamos hablando? Cositas sexuales. Chatear con mujeres. Eso era lo que le gustaba en todo el sentido de la palabra a Leonel Ortiz, hijo. Eran diálogos sucios, experimentales, que lo mantenían ocupado en las noches, mientras su papá hablaba incoherencias en la sala, como el beodo que era.

Así conoció a Amalia, la argentina. Y ella era tan perra, tan libre, tan malditamente ninfómana. Y le gustaba decir todas esas inmundicias. El asunto es que un día ella le dijo que llegaría a Guatemala, que se encerrarían en un hotel, que iban a coger hasta sangrar (“coger hasta sangrar”, tal fue su expresión). Y efectivamente vino a Guatemala. Y efectivamente se encerraron en un hotel. Y efectivamente cogieron hasta sangrar. Leonel Ortiz, hijo, fue violado por esta hembra perturbada, esta mujer realmente enferma. Más que una mujer, era como una fuerza de la naturaleza, un río arrastrando cuerpos consigo. Cuando Amalia se fue, Leonel Ortiz, hijo, lloró. 



Pasados los días, Leonel Ortiz, padre, se presenta en el Condominio. Lo cual inquieta a Santiago (“¿viene por su hijo? ¿quiere más dinero?”) pero pronto se da cuenta que su presencia, lejos de ser ominosa, representa una maravillosa oportunidad. Allí está Leonel Ortiz, padre, ya ebrio, tempranamente, y lo que está proponiendo, en toda exactitud, a Santiago, es conseguirle otro vegetaloide. Es porque intuye la perversión de Santiago por los vegetaloidosos (¿para asesinarlos, sacarles los órganos?). Un hombre corrupto puede ver muy hondo en el alma de otro hombre corrupto, y siendo el borracho sagaz que es, un borracho acostumbrado a planear estrategias indecentes para conseguir dinero veloz, un estratega al servicio de su vicio, un inmoral, Leonel Ortiz, padre, ya le está sugiriendo a Santiago cómo conseguir otro dormido (así dice: dormido) y aclara que no espera sino una pequeña minucia por el servicio, por la información. Y que gustosamente está dispuesto “a abrir los ojos y parar las orejas” en caso faltaran más dormidos. Santiago firma el cheque, decide aliarse con este hombre.

El nuevo vegetaloide hallado por Leonel Ortiz, padre, se llama Julio Alfaro.

Si Leonel Ortiz, hijo, era un caso perdido, un espíritu extraviado en las periferias crepusculares de la pornografía, Julio Alfaro es (o diremos era, puesto que ya pasó a formar parte ya de los dormidos) todo lo contrario. Principiando por su constitución: alto, fornido, sano, sonriente, veintinueve años, y de ésos aunque sea unos doce haciendo seriamente ejercicios, optimizando sus tejidos musculares, construyendo un proyecto fisiológico apostadamente sano.

Alfaro era uno de esos seres con aura respetable y confiada, esa luz de los ganadores con principios, de los que no se han dejado apisonar por las miserias, licencias y mezquindades de lo cotidiano, como, por ejemplo, Leonel Ortiz, padre.

No, Julio Alfaro era todo lo contrario a Leonel Ortiz, padre, y a Leonel Ortiz, hijo, y nieto y subnieto si los hubiera.

Alfaro trabajaba como recepcionista –portero– en un edificio, y en sus ratos libres, lavaba los autos de los inquilinos, ganando dinero extra para su familia. Nunca se quejaba, Julio Alfaro; sabía reír; reía.

Veintinueve años, y recién acababa de tener un hijo con su sensible esposa, mujer bonita, perdidamente enamorada, victoriosamente entregada a su joven marido. El pequeño bebé, llamado, simplemente, Marcos, observándolos, extasiado, y ellos observándolo a él, también extasiados: un espacio–triángulo santo, interregno ajeno a las codicias del mundo, a sus maldades, a sus muertos y a sus políticos. Un espacio radiante de felicidad, impregnando los tres corazones de suaves y misteriosas vibraciones. El pequeño Marcos crecerá y se convertirá en un hombre extraordinario, fuerte y tierno como su padre, fuerte y tierno como su padre.

El único problema, verdaderamente, el único problema es cuando Julio Alfaro se sube a una silla, para cambiar un bombillo, en la cocina (cuestión de que su mujer no vaya a tropezarse por andar a oscuras) y estando así subido, se va de trompa, un accidente demasiado torpe, demasiado inverosímil, demasiado negociado por los peores azares, y allí está que queda en estado de vegetaloidización. Cambiando un bombillo. El triángulo se rompió y demonios de putrefacción vinieron a sembrar sus vientos de crueldad. La mujer lloró, bravía. Y Marcos tan chiquito, ya sin padre funcional. ¿Cómo iban a hacer para cubrir los gastos?, ella se repreguntaba, hasta volverse un poquito desajustada de la azotea.

Para colmo: al hermano de la chica además lo habían asesinado poco antes del accidente del bombillo; en el bus, allí lo mataron. Ya se sabe cómo todos los días, en alguna parte de la ciudad, algún par de canallas siempre se suben a un bus, y se sientan queditos, un par de sinvergüenzas, pero de golpe sacan sus armas, un par de infelices, y asaltan violentamente, un par de ladrones, a todos los ocupantes, un par de truhanes. El hermano de la esposa de Julio Alfaro, muerto. No hizo nada, pero lo mataron. A veces se da el caso de que uno de los pasajeros decide hacerlas de héroe y enfrentarse a los ladrones, y a veces incluso hasta funciona semejante atribución de intrepidez. Pero éste no fue el caso del hermano de la esposa de Julio Alfaro, a quien mataron así nomás, gratuitamente, puesto que él ni moviéndose estaba, ni respirando casi. Y ella apenas si pudo sobrevivir a la tragedia, pero con los cuidados y esmeros de Julio Alfaro, pudo. Lo que ya no pudo es sobrevivir a la muerte del mismo Julio Alfaro –según cuenta Leonel Ortiz, padre. Es decir que se volvió loquita.

Leonel Ortiz, padre, para ser un alcohólico, una bestia ajena a la realidad, está muy enterado de los particulares históricos detalles de este drama periférico, y hasta los va diciendo con un cierto hedonismo, y como salivando. A Santiago no le queda sino participar en esta salivación general, de hecho resulta que está muy interesado en Julio Alfaro, y comprende que no será difícil robárselo, dada la condición tan frágil de su mujer. Leonel Ortiz, padre, lo lleva a que vaya a ver la casa en donde ella vive; calculan y sopesan las posibilidades de un secuestro. Pareciera como si Leonel Ortiz, padre, ya hubiera hecho esto antes; sus observaciones son atinadas y tan certeras. De vez en cuando va bebiendo de una pachita de aguardiente, y luego expresa sus frases roncas, tabacosas. Un verdadero hijo de la gran puta. Santiago está hecho nervios; moralmente incómodo; pero más que eso siente una tremenda obsesión; la obsesión de los comactores lo está llevando a transgredir ciertos límites, lo lleva hacia zonas más sucias, más impensables de la realidad.

Finalmente, una noche, entran a la casa de Julio Alfaro. Amarran a la mujer, la amordazan fuertemente; el niño duerme. A Julio Alfaro lo sacan de la cama y lo meten en la cajuela del carro. Leonel Ortiz, padre, aún borracho, coordina, no obstante, correctamente. De la casa modesta de Julio Alfaro salen huyendo los dos infractores, cobarde, cobardemente. Mientras el bebé sigue durmiendo, impávido, como muerto.

Julio Alfaro es colocado en la casa #4. Leonel Ortiz, padre, llevándose otro cheque y una botella de vodka, desaparece en la noche amarga, hacia confines suburbanos. Puede decirse, sí, que Santiago está preocupado de que el borracho hable más de la cuenta; pero a la vez no: hasta ahora Leonel Ortiz, padre, se ha comportado como un profesional, como todo un delincuente.

Y ahora hay que hablar de Dionisio Tzurec. Algunos le habrán visto trabajar en un Super 24. Una presencia simbólica, teórica, y precaria, como lo puede ser todo guardia en un Super 24. Y un ser bastante… bizantino. ¿Quién contrata a estos pobres entes? ¿Quién los obliga a llevar esas armas tan pesadas? ¿Tan pesadas que parecen que ellos se fueran a romper por andar llevándolas? Admitamos de una vez que no son personas aptas para estos oficios. Tampoco son personas extremadamente comunicacionales. A ello acaso se deba –a esa especie de frigidez o anomia– que los clientes pasen a su lado sin verdaderamente notarlos. Como si fueran transparentes. Son pequeños, pequeñitos; son hombres pequeñitos traídos de pueblos también pequeñitos. Todo el día se la pasan parados, y apenas hablan.

Leonel Ortiz, padre, ha hecho, puede verse, su tarea: la de rastrear vegetaloides por toda la impávida ciudad. Santiago se ha visto muy beneficiado por este ángel aparecido así nomás, este ángel putrefacto, que va preguntando en las barriadas, entre borrachera y borrachera, en un espionaje de trashoras. Así es como supo de Dionisio Tzurec; y pronto avisó a Santiago. Pero incluso le dijo:

–Quédese usted tranquilo. Yo se lo traigo. Usted ni se mueva.

Santiago no se movió. Y unos dos, tres días más tarde aparece el dipsómano con un bulto pequeño, pequeñito: Dionisio Tzurec.

Santiago se siente muy feliz con esta nueva adquisición, que examina ágilmente. Mientras Santiago inspecciona a Dionisio Tzurec, Leonel Ortiz, padre, deambula por el cuarto, observando los cuadros colgados:

–Usted debería saber, señor Santiago, que yo fui artista en otros tiempos.

Y agrega, profundo, y de repente:

–El arte despierta cosas muy oscuras en un hombre.

Después, como divertido por su propia frase solemne, se echa a reír, una risa desagradable, entrecortada por tosidos horrendos, como si toda la noche acumulada en sus pulmones quisiera salir de repente. Santiago lo medio observa, pero en realidad observa al comactor que le han traído (y ya se ha vuelto todo un experto, casi un médico, todo un profesional, para analizar esta clase de enfermos). En poco tiempo encuentra la cicatriz: el balazo. Y luego el otro balazo. Y luego el tercero.

Hemos dicho ya talvez que Dionisio Tzurec no era persona alguna para fungir de guardia; como tal no debe sorprendernos que haya muerto baleado. Unos hombres enmascarados quisieron robar el Super 24, y de hecho lo lograron, sensiblemente más dados al uso de armas de fuego que el propio Tzurec, sensiblemente más corpulentos y grandes y fornidos, y sensiblemente más rápidos de cerebro. Así que uno de ellos le metió como tres, no uno sino como tres plomazos, y Tzurec entró, ingresó de inmediato al estado de vegetaloidización, rodeado por un charco de sangre, y pasado ya el atraco, pasaron numerosos minutos antes de que se dieran cuenta que allí estaba y cómo estaba. Aún así sobrevivió. Todo eso –con notas preocupantes sobre la criminalidad en el país– salió en los diarios, y mucha gente lo leyó, y mucha gente se indignó, y mucha gente lo olvidó seguidamente, porque pronto ya habían matado a otro, y los muertos, entre más nuevos, menos apestan.

Santiago le pide ayuda al borracho, a Leonel Ortiz, padre, y entre ambos llevan al vegetaloide a la casa #5, y se mira así de pequeño, pequeñito en la gran cama, Dionisio Tzurec. Elvia que está por allí, comenta eso de que le recuerda a un sobrino suyo. Posiblemente está delirando, puesto que Elvia no tiene sobrinos. Pero no es momento de aclarar la mente de una anciana, sino de contemplar –los tres lo hacen, ella, el borracho, Santiago– a un sobreviviente de la violencia pública. Bajan los dos hombres a la sala; uno de ellos firma el cheque; el otro lo recibe, con fruición malsana.

El guardia Dionisio Tzurec. Esta clase de personajes no exigen mayor salario, según la lógica de algunos empresarios, y es en esta lógica que las compañías de seguridad los mandan a buscar desde regiones fantásticas e ignotas. La clase de regiones en donde es frecuente escuchar de linchamientos. Pero Dionisio Tzurec en su vida había participado en un linchamiento; era un pacifista sin saberlo; su organismo dado a las más profundas inercias jamás le hubiese permitido cometer un acto que demandase pareja iniciativa, tanta energía vital, y tanto procedimiento. Por ello es que paró de guardia, un trabajo en que realmente no se hace nunca nada, sólo estar parado, salvo ver, salvo estar, y talvez recibir, pasivamente, un plomazo.

Estando así, en estado de vegetaloidización, ya no podrá recordar, por lo menos hasta que despierte, si despierta, los caminos polvorientos, sinuosos, levemente maldecidos, de su pueblo natal.

Los sembradíos, los eternos fogones provocando tizne.

El padre de Dionisio Tzurec era un hombre honrado, pequeño, incurioso. Su madre murió honrando la vulnerabilidad de la familia, durante el parto. Así, Dionisio Tzurec no tuvo hermanitos, y toda su infancia fue trabajar con su padre, pero las pocas veces que fue a la escuela fueron suficientes para convertirlo, años más tarde, en un guardia de Super 24. Al parecer el destino ausculta estas cosas. El padre murió sembrando o cosechando, murió en cualquier caso sobre la tierra, seminalmente, germinativamente. Lo bueno es que Dionisio Tzurec ya tenía diez y siete años, ya estaba lo suficientemente grande como para seguir las labores agrícolas por su cuenta.

Incluso llegó a casarse con una hembra buena. Incluso alcanzó a dejarla preñada. A ello contribuyeron las cortantes noches de frío –un frío enloquecedor, el de esas tierras de altura– pero tal y como su madre, la esposa murió en el parto, y esta vez con todo y el hijo. Así que Dionisio Tzurec no tuvo problemas realmente cuando le ofrecieron el trabajo de guardia, no habiendo vínculos humanos que lo ataran más a su lugar de origen. Se trasplantó a la ciudad, recibió algún cursillo simbólico, una inducción cualquiera, y aprendió a cruzar la calle, a no dejarse atropellar por los repartidores de pizza, aún si los repartidores de pizza se empeñaban en atropellarlo, por alguna razón para él ignorada. Antes de laborar en Super 24, fue guardia también en un restaurante de la zona 10, en donde fue humillado por toda clase de adolescentes insufribles, que llegaban al restaurante en carros insolentes, que lo trataban como mierda. Y sin embargo él nada decía: la ira no era uno de sus prestigios.

Pasemos ahora a Myrna Orozco. Qué mujer trabajadora esa Myrna Orozco. Trabajando, trabajando compró su terrenito. Era una verdadera hormiga, cuando estaba viva–consciente. Todo lo dejaba limpio, aseado, en su lugar. Ha lavado tantos platos como días lleva el hombre de estar sufriendo, y algunos más. Su vida puede describirse como una galaxia de gestos laborales. Antes de su desgracia, tenía tres trabajos distintos –¡tres!– y tres distintos jefes. Una hormiguita. Todo lo sacudía, todo lo doblaba, todo lo purgaba de su tendencia natural a ensuciarse. Una auténtica humana purgante.

Ella nació –Myrna Orozco– en provincia, como Dionisio Tzurec. Emigró a la capital en búsqueda de una mejor vida, y una mejor vida consiguió. Se estableció en una residencia, como cocinera. De su esposo nada sabemos, salvo que ya no está. Sus hijas ya son grandes, tienen familia. Son como Elvia. Limpian y limpian, las dos, pensando en El Señor. El Señor las limpió a ellas y ahora ellas limpian las casas de múltiples Señores. Es una fórmula, una traslación impecable. Da pena saber cómo trabajan tanto esos cuerpos. Los cuerpos revientan. Los cuerpos son cosas que revientan. De cansancio revientan.

A Myrna Orozco le toca trabajar incluso aún después del trabajo. ¿Por qué? Por su mamá, su mamá que está muy enferma; requiere grandes cuidados, grandes atenciones, un presupuesto. Entonces es salir del trabajo para seguir trabajando. No conoce otra vida –doña Myrna– y no sabe sino fregar y fregar, trapear y doblar… La mamá, en su condición de mortuoria, murmura –desde quién sabe qué irrealidades, qué senilidades, qué visiones torcidas preparadas por la edad en la coctelera de lo usado– groserías. Y esos espasmos, alega, la vieja… Se pone difícil… Ya ya quiere levantarse… Y jode…

Todos queremos construir puentes; puentes para salir de tanta nada.

Myrna Orozco ha trabajado en casas particulares desde la pura adolescencia. Tuvo una época en donde le entró el vicio; grandes y monumentales borracheras; la echaron, ni modo. Luego halló la Iglesia; y prometió no volver a repetir la desgracia de hallarse sin trabajo. Se hizo cristiana. El Señor la favoreció con más trabajo, y tanto trabajo le acarreó un episodio cerebral. Necesitaba los tres trabajos para comprar el terrenito, y lo más curioso es que lo dejó comprado, pero apenas lo compró, cayó en estado de vegetaloidización.

Uno de sus tres jefes era un escritor, un hombre muy frustrado por todo; un intelectual típico; una de esas personas que ya no saben sino deprimirse, y escribir. Mientras ella planchaba y planchaba, él tecleaba y tecleaba. Apenas si hablaba con ella; tan callado, tan silencioso… Ella respetaba… Respetaba todas esas palabras tecleadas, que no leería jamás…

¿Cómo se entera Santiago de Myrna Orozco? Nuevamente gracias a Leonel Ortiz, padre, a quien, por tan valiosa información, Santiago paga dispendiosamente. Recibido el cheque, Leonel Ortiz, padre, se coloca él mismo una borrachera tal, que muere atropellado en una calle a altas horas de la noche. Prácticamente se le pone enfrente al carro y éste no para; no para siquiera para ver si está vivo o muerto el hombre; y muerto está. Santiago, al enterarse, se regocija un poco en la intimidad de que éste su cómplice haya muerto –estaba siempre el riesgo de que abriese el pico…

Volviendo a Myrna Orozco: cae de una apoplejía, la pobre. Y en la casa del escritor, es lo peor. No es sino terminando su sesión literaria, al entrar a la habitación contigua, que al fin el escritor la percibe, en el suelo: una imagen potencialmente literaria, señaladamente poética, codiciosamente novelística. Él hubiera querido escribir un cuento, algo acerca de esta imagen, pero lo que hizo en realidad fue llamar a una ambulancia.

Cuando Myrna llega al Condominio, Elvia se hace amigo de Myrna. Le habla. Le dice quedito sus confidencias. Se parecen; hay cosas que las unen; una vida desempolvando cosas. ¿Qué dolores secretos son ésos de Elvia? Y es como si la otra la escuchara de veras, con infinita compasión, y ahora limpiase el alma también triste de Elvia. Y Elvia, quien nunca tuvo a nadie ahora tiene a una amiga, una equivalente, una como ella. Lavar, limpiar, fregar, ordenar, sacudir…

A Myrna Orozco le corresponde la casa #6, que es, por su posición, una de las más bonitas, al lado de un arbolote en donde los pájaros cimbrean. No importa cuánto dinero tuvo que pagar Santiago por ella, por Myrna Orozco, pues ahora Myrna Orozco está bien, está completa; ha terminado ese averno, eso de andarle limpiando las mugres a otros. Ahora otros limpiarán las mugres de ella, y es una compensación más que justa; una paridad sobresaliente en el esquema total de las cosas. Santiago pone mucho énfasis en la higiene de los dormidos–comactores, y desea que en las casas en donde viven se mantenga un régimen estricto de limpieza. Por lo que Elvia deberá limpiar aproximadamente una casa por día, además de los cuidados a los enfermos. Elvia es la Myrna Orozco de Santiago.

Santiago obtiene un vegetaloidoso más –en condiciones completamente extrañas.

Pero no un él, sino una ella: nos referimos a la Santa, por supuesto. Quién vino a completar la troupe de comactores con su presencia a todas luces mística y supramundana. Todo muy insólito: la forma en que aparece a las puertas del Condominio; y luego la manera en que, al verla, Elvia se echa a llorar, pegajosa, absurda y vorazmente como si estuviera despejando brumas acumuladas a lo largo de muchas vidas enteras, con sólo verla, con ver a la Santa. El mismo Santiago no puede impedirlo: sentir una alteración, un ronroneo subiéndole por brazos y espalda. En verdad la Santa es cautivadora. Por ello es que –contra toda prudencia, contra cualquier asomo de razón– Santiago se queda con ella.
La Santa llega en forma de regalo: alguien, anónimamente, la deja en la puerta del Condominio. Como a lo niños se les deja a veces, en las películas, enfrente de las puertas del convento. Así aparece la Santa, en su silla de ruedas. Y él, saliendo en su carro, Santiago, abre el portón y se topa con semejante quimera. Sale del carro, comprobando si hay alguien cerca, y ve, y mira, se pregunta si hay trampa aquí, pero la calle está vacía, como siempre, desérticamente sola, ausente como nunca. ¿Quién ha dejado a la Santa allí, pues? ¿Quién sabe acerca de Santiago y sus vegetaloides? Oh, es terror de saberse sabido, de saber que alguien más sabe.

Nunca averiguará Santiago cómo es que la muchacha ésta cayó en estado de vegetaloidización; ni quién es; es una ignorancia completa respecto a su pasado; no saber de sus familiares; ni su nombre siquiera. Talvez fue puesta allí por intercesión divina; talvez brotó por virtud de generación espontánea. Nada a la par de ella; un documento, una nota, absolutamente nada. A lo mejor alguien supo de Santiago por vía del fenecido

Leonel Ortiz, padre; es seguro que abrió la bocota...

El caso es que alguien la dejó debajo del sol primero de la mañana, bañada y todo.

Y al verla así, así de limpia, Santiago comprende de pronto: que la persona que ha dejado a la Santa en el umbral del Condominio lo ha hecho por amor, por necesidad y por amor. Y que su proyecto no corre peligro alguno. En ese momento la paranoia de Santiago se disuelve por completo.

Elvia agarra las manos de la Santa entre las suyas, casi en desespero, casi con sed; como si la respuesta que había estado esperando toda una vida por fin se hubiera hecho presente. La idea misma de llamarle “la Santa” es de ella; de ella exclusivamente. Entre los dos, la llevan a la casa #8.

Lo primero que hace Elvia es colocarle a un lado de la cama, sobre la mesita de noche, su propio ejemplar de la Biblia, cosa que no es poca cosa sino grande y completamente inhabitual e incluso diríamos extraordinaria para la muy devota Elvia, quien nunca se aparta del Libro.

La belleza de la Santa, a pesar del estado de vegetaloidización, ha decidido perdurar intacta en ella; se le ve en la piel una especie de salud fluyendo por los tejidos.

Súbitamente, Santiago se da cuenta de algo: entiende por qué Elvia se ha mostrado tan posesiva con la Santa. ¡La Santa es igual a la virgen del altar que él mandó a construir en el jardín! En la mente de Elvia hay una yuxtaposición, un imbricarse de las dos imágenes virginales. ¡Parece un cuento! Seguro esto ya la escribió alguien, piensa Santiago.

Aquí tenemos la historia de cómo un hombre manipula lo orgánico no consciente, para sus propios fines extravagantes. 
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