VI


Santiago entiende que necesitará mucho espacio para albergar a los vegetaloides.

Un día después, diez agentes de bienes raíces están trabajando para Santiago: todos buscando (pero ellos sin realmente saberlo) el Templo de los Vegetaloides, la Morada de los Inmóviles. Es un cíclico rotar de llamadas, de presupuestos, de posibilidades.

Es como la búsqueda del sagrado cáliz. Desde luego, Santiago cumple con el rol de ser un cliente muy roñoso, muy exigente. Santiago busca y rebusca: propiedades, haciendas, edificios. Lo más substancial en su mente es atinar con un punto que se halle apartado de toda mirada pública.

En un momento, encuentra algo que sensiblemente le gusta: una finca, de veintisiete manzanas, a la salida de la ciudad. En un prodigio de zona, con verdísimos árboles y poderosamente altos. Santiago ambicioso de comprar, esperanzado con el negocio, insiste.

Pero luego lo llaman y le avisan que alguien ya se le ha adelantado, que un rival invisible se ha llevado la propiedad. La gritada que le pega al tipo, al vendedor.

Pero entra la llamada de otro de los agentes inmobialiarios: con voz claramente nasal le expresa por teléfono: tengo algo para usted, creo que le va a gustar. Establecen allí mismo una cita, para el día siguiente. Cierta excitación acompaña durante buena parte de la noche a Santiago, en loor de este posibilidad súbita, que le ha subido el ánimo.

Lo que el agente de bienes raíces le ha conseguido a Santiago es un condominio. Nueve casas. Larga calle pavimentada. Sucesivas áreas verdes. Aves cantando entre los ramajes. Santiago lo mira todo, todo es objeto de su atención. Sus ojos no pueden creerlo. Santiago fabrica líneas de futuro en esta atmósfera, y éstas avanzan con el hocico confiado. De pronto, Santiago ya es todo un ciudadano en el Condominio, que ya considera básicamente suyo.

Por dentro las casas muestran elegancia. En cada ambiente, en cada rectángulo, el constructor ha conseguido un aspecto de luz, un resplandor dulce. Metódicamente, Santiago recorre las distintas habitaciones. A esta hora, ya el agente de bienes raíces sabe que tiene a Santiago en el bolsillo. Y es cierto que Santiago se ha enamorado de los acabados, las ventanas, las manijas. Una especie de mueca torpe se ha arraigado en su rostro.

Una semana después, ha cerrado el trato, con esa velocidad un tanto meliflua que los ricos aplican a sus transacciones.

Vale aclarar que a Santiago se le entregó una herencia estimable el día que sus padres murieron –los dos bien juntos– en un sangriento accidente de carro. Antes de ello, había establecido junto a su socio una sólida agencia de publicidad, pero lo importante aquí es decir que la riqueza que la agencia de publicidad le ofrece mensualmente palidece con la riqueza que se apoltronó en su cuenta bancaria, una vez muertos sus progenitores. Invirtió en un sinnúmero de propiedades, y a todas ellas ahora hay que agregar el Condominio.

Por supuesto, el dinero tuvo todo que ver en la decisión de Beatriz de casarse con él. Muchas otras pretendieron su fortuna antes, sin éxito. ¿Por qué Beatriz logró lo que aquellas, incluso más bellas, más talentosas, más penetrantes, no pudieron lograr? Tantos factores interceden en esta clase de situaciones.

Y ahora un chisme sorprendente: comprado el Condominio, Santiago decide vender su parte de la agencia al socio. Ya no tendrá tiempo para la publicidad, piensa. Lo que en verdad quiere es dedicar su existencia, el conjunto de su vitalidad y energía a coleccionar vegetaloides. Por supuesto, al socio le da otras explicaciones. El socio al principio desconcertado quiere convencer a Santiago de que lo piense bien, pero luego aprecia grandemente este nuevo giro de los acontecimientos, y acepta el negocio. Libre ya de responsabilidades laborales, Santiago tiene para sí todo el tiempo del mundo para estructurar su singular ambición: poner a vivir a los vegetaloides en cada una de las casas del Condominio. Cada casa será algo así como una fantasía temática, un escenario que Santiago será libre de magnificar a su antojo.

Santiago, Elvia y Beatriz se mudan al recién adquirido Condominio.

Por supuesto, a Santiago le preocupa perceptivamente el asunto de cómo va a hacer para cuidar de sus futuros huéspedes: intubarlos, corregir sus posiciones, limpiar las sondas, colocar dispositivos de nutrición enteral, coordinar las dietas, limpiar los orificios nasales, masajearlos para estimular la circulación, colocarles pañales desechables, humidificarles las secreciones, evitar las úlceras por decúbito, verificar que no haya obstrucciones en las respectivas hipofaringes...

Pero está la dificultad de involucrar a terceras personas. Es que se darían cuenta de todo. Lo mandarían probablemente a colocar sobre una superficie dura y decretada, y luego le colocarían la inyección letal. No... Conviene mantener una secretividad absoluta en este asunto.

Resulta evidente que a Santiago sólo le queda en todo el cosmos una opción: Elvia. La buena y anciana Elvia. Quizá puede pensarse que no es lo más razonable poner al cuidado de Elvia –de semejante ristra de huesos seniles– a los vegetaloides, pero por otro lado Elvia siempre ha dado muestras de lealtad, y oficiosamente cumple con todo aquello que se le pide. Aprende lento, pero una vez aprende jamás olvida. Santiago involucrará a Elvia en esto, y que sea lo que Dios quiera.

Cuando Santiago era chico, ya Elvia era vieja: a lo mejor fue vieja toda su vida, una vieja vitalicia. A lo mejor nació ya con arrugas, con las varices, y se ha mantenido en un mismo estado sempiterno, como momia. En efecto, Elvia tiene eso de momia peruana, barriendo la casa, limpiando los inodoros, cocinando, pues.

Santiago está casi satisfecho con la decisión de incluir a Elvia en esta difícil empresa de los vegetaloides. Si algo tiene la anciana, es un buen corazón, después de todo. Un corazón que no pide explicaciones. Un corazón amnésico.

Pero ¿cómo explicarle, cómo presentarle la situación? Lo mejor será sentarla, y hablarle lento. Hablarle lento, y también fuerte (es que además es medio sorda). Hablarle lento, fuerte, y dulce, todo junto. Hace muchos años que Santiago no tiene una conversación tan formal con Elvia, pues se acostumbró simplemente darle órdenes, y ella no tuvo ningún problema con esta conducción social a la cual se vio sometida, por Santiago, y mayormente por Beatriz cuando ésta no estaba en estado de vegetaloidización. 

Así que Santiago la manda a llamar.

Elvia, que es anciana, tarda en llegar; arrastra, tardía y morosamente, los pies, y por cada paso hay un quejido artrítico acompañándolo, un gemido, el de la enfermedad, el del achaque, el de la impermanencia, manifestándose.

Elvia por fin entra al despacho, en donde Santiago finge no esperarla.

–Diga, don Santiago.

–Elvia, entre, que tenemos que hablar, siéntese.

Elvia no está contenta del todo con la perspectiva de sentarse, mayormente por el esfuerzo que supondrá luego pararse de nuevo; a esas edades, uno se vuelve un administrador de la energía, o se muere. En Elvia fluyen las épocas del ser, las eras, los grandes ciclos históricos: ellas los representa.

–Bien sabe, Elvia, lo mucho que yo la quiero, y lo mucho que agradezco lo que ha hecho con la familia.

–Sí, don Santiago.

–Yo para usted quiero lo mejor: siempre ha sido así.

–Sí, don Santiago.

–Creo que no se va a ofender si le dijo que usted ya no es una persona joven.

–No, don Santiago.

–Yo considero, Elvia, que es importante que en esta época de la vida le de prioridad a las cosas de Dios.

–Sí, don Santiago.

–De la misma manera que Jesucristo entregó en su momento su vida a los demás, a los descarriados, a los enfermos, es preciso que en este último tramo de su vida usted se dedique a cuidar a todas aquellas pobres almas que lamentablemente no pueden cuidar de sí mismas.

–Sí, don Santiago.

–Ha sido la voluntad del Señor que cuidemos a mi Beatriz.

–Alabado sea el Señor.

–Y hemos hecho un buen trabajo. Pero es hora de extender la obra del Señor, y de cuidar a otros enfermos. ¿Está claro, Elvia?

–Sí, don Santiago.

–Se preguntará usted porque nos hemos mudado a este lugar, si tan bien que estábamos allá en la otra casa.

–Sí, don Santiago.

–Pues la explicación es muy simple: he decidido hacer de este lugar un hogar para personas que padecen del mismo mal que Beatriz.

–Sí, don Santiago.

–Pero ésta es una tarea que no puedo hacer solo. Y aquí es donde voy a necesitarla a usted, Elvia. Necesito de su buena voluntad, Elvia, y su profundo amor al Señor, Elvia, para poder llevar a cabo este sueño, Elvia.

–Sí don Santiago.

–Así que mi pregunta es: ¿está usted dispuesta a servir al Señor, a dar lo que queda de su vida al Señor, ayudando a aliviar el sufrimiento de otras personas?

–Sí, don Santiago.

–Magnífico. El Señor la recompensará cuando llegue al cielo.

–Sí, don Santiago.

–Siempre y cuando, claro está, mantenga usted la discreción, el silencio. Porque usted sabe, Elvia, que esta clase de cosas hay que mantenerlas en secreto.

–Es cierto, don Santiago.

–¿Me entiende, Elvia? En secreto.

–En secreto, don Santiago.  

Elvia ha dicho al parecer sí a la oferta de Santiago, o quizá sólo se ha dejado llevar por la inercia de la conversación, como lo ha hecho siempre, y algún resultado le habrá dado esta desidia o indolencia, porque si bien se queja siempre de algún dolor aquí o allá, jamás realmente se queja de lo miserable, sorda, y cicatera que es su existencia toda, de lo sola que ella está, lo triste y lenta y completamente absurda que es su vida: un punto nomás en la esquina inferior del almanaque que amarillea en la borrosa pared de la desventura. Elvia no ha hecho otra cosa que trabajar desde que tiene doce años, y jamás tuvo hijos, toda su sangre y energía la ha dado a la familia de Santiago, y es inverosímil que a estas alturas Santiago la siga explotando y le siga exigiendo –y sin embargo lo hace. Santiago, que en realidad sí le tiene estima, se las arregla para no pensar mucho en lo infame de su actitud para con Elvia. De hacerlo, una gran depresión le brotaría en la conciencia como un hongo en la humedad. No tarda mucho en convencerse a sí mismo, con artimañas retóricas y sofismas, que en verdad esto es lo que quiere Elvia: dar lo último de su vida a un montón de mortecinos organismos apenas vivos, apenas respirantes. Editar la realidad ya no es algo que le cuesta demasiado, a Santiago. Se ha vuelto en ese sentido un experto.   

Dicho todo lo anterior, lo cierto es que Elvia está contenta con la perspectiva de hacerse cargo de un montón de enfermos. ¿Cómo se sabe esto? Simple: en los días que siguen a la conversación con Santiago, se le mira redoblando los cuidados a Beatriz, siendo más diligente en su manera de hablarle, lavando incluso con un amor casi maternal sus repugnantes fístulas. Santiago comprueba con satisfacción que no se ha equivocado, y que Elvia en verdad tiene vocación de mártir. Así pues, todo se ha alineado perfectamente, para él. Justo la otra noche sorprendió a Elvia dándole a Beatriz un masaje tan tierno, tan piadoso, tan delicado… Santiago recuerda cuando Beatriz solía referirse a Elvia como “la Vergüenza”, más cuando Elvia estaba presente. Casi echa un lagrimón, Santiago, al ver esta escena conmovedora: Elvia dándole ese masaje a Beatriz; la garganta se le ha cerrado como un puño.

Incluso se le oye cantar, a Elvia. ¡Cantando! Esa tosca, fosca y áspera mujer, de pronto rindiendo tonalidades, armonías, ocupada en embellecer con su voz el ambiente –no perfecta, no hermosa ni fuera de lo ordinario, pero entregada como ninguna– y Santiago sabe apreciar tal aparición súbita de sensibilidad, devoción y patetismo. Se le oye cantando, a Elvia, de día y de noche. Se le oye decir palabras de lealtad a eso que siente tan puro, y que ella llama artísticamente Dios.

Así que Santiago la manda a un curso de enfermería, y el milagro es que allí su vieja cubierta se rejuvenece un poco; hay que ser de piedra para no dejarse emocionar por este súbita vitalidad que Elvia ha reencontrado –quién sabe en donde estaba, pero allí estaba.

Santiago baja ahora al primer nivel, hasta la cocina, en donde se prepara algo de cenar, y es allí en donde adviene por fin la pregunta que estaba esquivando: ¿debo involucrar a mi hermano en esto? Por un lado, Santiago está seguro que su hermano Henry no tendrá problema alguno con hacer algo deshonesto… Pero por otro lado Santiago cavila: “¿Y qué hay si mi hermano decide hacer algo deshonesto no conmigo, sino contra mí?”. No sería la primera vez, en cualquier caso. En realidad, estamos hablando más bien de un patrón, un esquema que viene desde la infancia misma de ambos: Santiago siempre fue objeto de la crueldad –no cabe decirlo de otro modo– de su hermano.

Este solo pensamiento de infancia le ha provocado a Santiago incluso escalofríos, pequeñas sensaciones desagradables a lo largo de un brazo y otro. No, Santiago jamás tuvo una niñez feliz. Y de ello se encargó Henry. Fue casi como si el objetivo principal de Henry en la vida era hacer de Santiago el blanco de sus intenciones más amargas. Torturas físicas de variada índole, aunque no menos admirable eran las torturas puramente psicológicas que supo hacerle padecer. Henry no llegó a construir nada excepcionalmente sólido en vida, pero nadie puede negar que siempre tuvo una especie de talento para hacer sentir incómodas a las demás personas. Algunos no dudarían en llamarlo “brillante” en este terreno, “genio”, “superdotado”.

De todos los episodios, Santiago no sabe por qué es éste el que acude a su mente reclamando su atención: aquella vez cuando su hermano le dio una paliza tal que lo dejó tirado en el baño, y más precisamente dentro de la tina vacía, y completamente sangrando. En realidad la paliza empezó a darse en el cuarto, pero conforme el pequeño Santiago quiso huir en numerosas ocasiones, ineficazmente, porque su hermano siempre le daba alcance, el terreno fue cambiando, y así, entre golpe y golpe, entre patada y patada, terminaron ambos hermanos en el baño, en donde Henry tuvo a bien reventarle el basurero de metal en la mollera, y luego le dio ese puñetazo definitivo que le cercenó el labio, haciendo de la escena algo más escandaloso de lo que era, con toda esa sangre de por medio, y finalmente lo esquinó en la tina vacía, en donde todavía le estuvo pegando otros diez minutos, digamos ya cansado, pero con saña aún. A esas alturas, Santiago ya ni se movía: estaba blandito, recibía crísticamente los golpes. Allí quedó, a lo mejor dos horas, hasta que la madre lo encontró. “¡SANTIAGO!”, exclamó, desgarradura en el aire. Santiago estaba tibiamente dormido, evadido en sueños, y esta misma tendencia a la evasión no habría de abandonarlo del todo jamás.

Cada hermano tenía su propio cuarto, pero sólo Henry tenía en cambio televisión (el porqué de semejante asimetría, un misterio) y Santiago, para ver tele, forzosamente tenía que ir a la habitación de Henry. Henry le prohibía a Santiago subirse a la cama, con él, a ver los programas; lo obligaba a que viera la pantalla desde abajo, como un criado, a quien se le tiene un poco de asco y lástima. Santiago, patéticamente, agradecía este trato, esta condescendencia de su hermano de dejarlo entrar a su cuarto. Hasta que un día comprendió que su hermano se estaba comportando como un imbécil, y reclamó a sus padres una televisión para sí, cosa que se le fue otorgada en el acto.

Cierta vez, la madre de los dos hizo algo que habría de afectar la vida de Santiago permanentemente. Henry, recién inaugurado en una pubescencia soñadora, había sido invitado a una fiesta. Una compañera de clase celebraría su cumpleaños, lo cuál suponía para Henry toda una aventura: miradas furtivas, iniciales reciprocidades con el sexo opuesto. Y Henry estaba muy ilusionado… hasta que a la mamá se le ocurrió pedirle que llevase a su hermano. Comprendamos: eso suponía que todos sus planes de flirteo y empalme se le vinieran abajo. Y Henry –Santiago estando presente– alegó, pataleó, coligió con grandes gestos, pero la mamá, ella, permaneció inalterable y monolítica. En lágrimas, Henry exclamó, agigantando la telenovela considerablemente: “Preferiría morirme antes que llevar a Santiago a la fiesta”. De inmediato, una prominente desgarradura neuroplástica se originó en el infante cerebro de Santiago, convirtiéndolo en un sujeto a todas luces acomplejado. Al final, la madre obligó a Henry a que llevara a Santiago, y éste tuvo que ir a una fiesta (a la cuál ni siquiera quería ir, para empezar) y sentirse abandonado entre un montón de insoportables adolescentes de surtidas hormonas, cada una abierta como una flor de loto, y ahora su hermano lo despreciaba aún más.

Siendo Santiago el acomplejado, como ya hemos dicho, fue Henry no obstante quién tuvo la vida más dispareja y terrible. El que terminó en drogas; incurrió en aberraciones sexuales de complejísima índole; hizo varias estafas de renombre nacional; ideó una secuencia de estrategias corruptas en el seno del Estado; acaso llevó a la tumba a alguien o a dos; destruyó no diversos hogares; se hizo adicto al juego; rompió el corazón de su madre, diciéndole, poco antes de que ésta mujer muriera (en un accidente) una serie de ominosos y blasfemos reproches; y hasta se meó en la iglesia el día que su hermano se casó con una mujer llamada Beatriz. Una vida lamentable, desde cualquier perspectiva. Su fortuna (proveniente de una herencia generosa) fue dilapidada en los casinos, junto a mujeres de vulvas revulgares. Una joya, el individuo. Y claro, la historia de Santiago no es precisamente la historia de un ser humano funcional, pero carece de ciertos dramatismos que Henry se obstinó en conseguir en la suya propia, como para defender un estilo de vida que siempre quiso palmario y caótico, un destino ejemplarmente malo. Tal fue la elección vital de Henry: equivocarse. Romper cosas: equivocarse.

¿Qué se puede decir de su adicción al juego? Una enfermedad muy rara: estados de rapto, éxtasis, piadosas visiones. Al jugador a veces un ángel le mima el espinazo… Pero está el fracaso, por supuesto. No hay jugador que no sea un fracasado. De eso se trata, en el fondo: de fracasar. Porque el fracaso da la referencia, es el punto místico–comparativo de todas las experiencias del azar y el juego. ¿Cómo saber lo que es ganar, si no se pierde? Podríamos decir que el jugador usa de apoyo su propia pérdida.

Y decíamos que Henry, el infecto, el virulento, el pestilencial Henry, ha dilapidado su herencia en unos pocos, miserables años. Miserables pero opulentos, pero carismáticos años en los cuáles toda clase de ciudadanas estuvieron dispuestas a chuparle  onerosamente la verga. Hoy sienten asco de Henry, porque ya no tiene billete. Con el billete todo es color bebé. A varias –dos o tres– les financiaba cálidamente el amor a la heroína, el amor a la coca, el amor al crack. Y ellas seguían chupando, chupando. Les compró apartamentos, cenas en restaurantes dichosos. Y ellas seguían chupando, chupando. Les dio viajes, computadoras. Y ellas seguían chupando, chupando. Pero la chupadera terminó el día que se terminó el dinero. Entonces se quejaron de que él las estaba drogando, y abusaba de ellas. Henry las fue a buscar, cómo no, para romperles tecnológicamente los dientes.

Se acabó el dinero… Comenzó el infierno de los préstamos... Y ahora fue él a quién le rompieron los dientes, tecnológicamente. Es un arte, eso de gastarse tanto dinero en tan poco tiempo. No cualquiera. Se requiere de un especial organismo, de un especial sistema nervioso.

Cada cierto tiempo, fantasmal y espectralmente, aparece Henry, en la casa de Santiago, en búsqueda atávica de dinero, y bueno: Santiago se lo da. Porque Santiago es un poco esclavo de Henry: le tiene miedo, le reserva siempre alguna dosis de obediencia. Una vez Henry consigue el dinero, se va, sin talvez dar las gracias; entonces Santiago se hunde en un oscuro túnel de autolástima, una disentería psíquica monumental. Y vienen las promesas inútiles: no volveré a prestarle un centavo. Pero pasan tres, cuatro meses: y vuelve el fantasma, en búsqueda de posesiones terrenales, como todo buen fantasma que se precie de serlo, y recomienza la lujuria de querer salvar a un hermano insalvable, para siempre extenuado en los confines de la repetición, que siempre crea nuevos, más oscuros espejos.

Por unos días, Santiago pensó seriamente en involucrar a su hermano en el asunto de los vegetaloides. Necesitaba la ayuda, ciertamente. Pero luego pensó que implicar a su hermano en esto sólo le traería un sinnúmero de complicaciones extravagantes. Y a la larga sería más una tensión que un auxilio. Santiago nunca se ha sentido cómodo con la personalidad explosiva de su hermano. Los primeros lastimados serían, forzosamente, los vegetaloides. Santiago bien sería capaz de venderlos, o vender sus órganos. Cosas así de malas ha hecho… Y como siempre, quien tendría que solucionar el problema sería Santiago, pero Santiago ya está harto de ser el Cristo personal de su hermano, de poner la otra mejilla cada vez que su hermano le corta la primera. No… Mejor tenerlo alejado… Mejor que no sepa... Así es como piensa Santiago, y piensa bien. Y hacerlo le da una sensación vital de libertad, una extraña cordura y gozo. El proyecto de los vegetaloides es perfecto porque nadie, salvo Elvia, sabe nada del mismo. Sin quererlo, Santiago ha fundado una sociedad secreta… 

Hay un sinnúmero de cosas que Henry podría hacer, si se llegase a enterar del proyecto de los vegetaloides. Para comenzar, extorsionarlo. Práctica que le es muy conocida, por demás. Se sabe que mantuvo extorsionada a una familia durante diez meses, y en todo ello había una adolescente –un poco locuaz– de dieciséis años, un video mágico (mágico pues le estaba consiguiendo fortunas a Henry) y mucho pudor de casta. Un esquema perfecto, que terminó con el suicidio de la muchacha, momento que Henry consideró oportuno para desaparecer por un tiempo. Como se ve, una historia no ignorable, no forzosamente fácil de olvidar.

Otro posible escenario, aparte el de la extorsión: que Henry se termine llevando todo el equipo médico de los vegetaloides, y luego venda el lote en el mercado negro por un precio irrisorio. En general Henry no es mal negociante, pero hay que decir que las prisas de su adicción a los dados o la ruleta le ha valido una estimable depreciación de su talento. Santiago ya tiene invertida una fortuna en todo este equipo. Le ha costado un ojo reunirlo, y más sin levantar alguna clase de sospecha, incluso se ha tenido que valer de una artimaña aduanal de poca nobleza.

Recuerda una última cosa Santiago: un día, su hermano lo obligó –otra vez la infancia– a que lo observara masturbarse. Con frenesí, algún desenfado, y como si ya lo hubiera hecho tantas veces él sólo, se masturbó y a lo mejor tenía cerrados los ojos, y en cambio él, Santiago los tenía abiertos, estaban atentos al quehacer vertiginoso de su hermano, que de vez en cuando abría los suyos, para ver si él veía, para ver si él miraba. Santiago, por lo general, cuando este recuerdo vuelve a su mente, cierra bien duro los puños, y no sabe qué hacer. Esta vez, no obstante, al empuñar los puños, sí sabe: no decirle nada a su hermano acerca de los vegetaloides: por encima de todas las cosas, no abrir la boca. Que su lengua sea una tumba, en donde los animales vengan a morir en paz.
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Los dados torcidos by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.