IX

El cuidado de los vegetaloides se hace cada vez más y más demandante, más y más fatigoso. Apenas si Santiago duerme dos horas; lo demás es cuidar, vigilar, cuidar, vigilar. Hay mil protocolos, mil esquemas a seguir. Tanta actividad succiona indeciblemente las fuerzas de Santiago. De una casa a otra se le ve moviéndose, constantemente, y Elvia tras él. En verdad tanto trabajo –la bomba de infusión a débito continuo, el respirador artificial, los exámenes cutáneos, las bocas de sangre –serpinginosas, ovaladas– que se abren por aplastamiento tisular– y la falta crónica de sueño lo están desmejorando. Se ha tomado tan en serio su papel de enfermero que ha descuidado cosas mínimas, básicas, y ya no sabe lo que es relajarse y ver la televisión, y ya no sabe lo que es comer…

De todas sus acciones se desprende una cualidad obsesiva, un proceder nervioso… Esta obstinación patológica es como una lenta cuchilla cortando en pedacitos los peces del cardumen de su entramado neurológico. A veces escucha voces; a veces la voz de Leonel Ortiz, padre. Inquietante, tenebroso. Un trajinar rápido y arrastrado; una barba de días; las consecutivas tazas de café, más negras, más amargas (¿es eso una hipotonía de los músculos de la lengua?, se pregunta, viendo a un comactor). Fuertes correntadas de energía hirviente, maligna, transmigran en su cuerpo, de órgano en órgano. ¿No corre el riesgo de quedarse tirado en una de las escaleras de una de las casas? Y todas esas pastillas…

Por ejemplo: está completamente enfrascado con eso de la temperatura de los cuartos. Todas las habitaciones de los comactores cuentan con sistemas de regulación de la temperatura, capaces de producir variaciones infinitesimales de calor o de frío, y con tales valores Santiago se ofusca. Para él un poco más y un poco menos es motivo de las mayores angustias. “Los voy a matar de calor, los voy a matar de frío” se repite a perpetuidad. Su propia sensibilidad hacia la temperatura se desarrolla exageradamente. Su piel todo puede sentirlo, está desnudo ante lo que sube y lo que baja, ante lo que enfría y lo que quema.

Se comprenderá que cuando uno de los comactores sufre de una traqueítis Santiago prácticamente cae en crisis. Tiene todo ese miedo a perderlos, Santiago, a quedarse sin ellos.

Y le grita todo el tiempo a la pobre Elvia; ella sólo reza, de ver cómo su empleador se vuelve loco.

Pone formidable atención en humidificar y aspirar de continuo las secreciones, para mantener la fluidez en los orificios de los pacientes, y evitar complicaciones.

Se lava frenéticamente las manos antes de visitar a sus pacientes. Con mascarilla, guantes, todo, procede a limpiarles ojos nariz boca oídos ano. A los hombres les revisa el glande minuciosamente, y a ellas les mete dos dedos de látex y trata de hallar alguna rugosidad nueva, una formación quística, algo.

También trata de mantener las vías urinarias en perfecto funcionamiento. Él mismo comienza a observar su propia orina, a particularizarla con la mirada, a detectar las variaciones del color. ¿Estará enfermo, él también?

¿Y el oxígeno? Los respiradores artificiales. La entubación. Los pulmones. Los alvéolos.

Aún con todos los cuidados, y con todos los esmeros, Santiago no puede impedir que Leonel Ortiz, hijo, muera, lo cuál crea en él un colapso. No hay que olvidar que Leonel Ortiz, hijo, es el primer comactor, después de Beatriz, y eso le da un estatuto muy particular; y además de alguna forma Santiago se siente obligado para con Leonel Ortiz, padre, el difunto, por quien desarrolló una especie de extraña estima, siendo él quien le consiguió la mayoría de los especimenes, las criaturas, los comactores. Toda la experiencia de la muerte de Leonel Ortiz, hijo, se presenta con una textura como irreal, poderosamente onírica. A lo mejor esas pastillas que Santiago ingiere multiplica la sensación de fantasía.

Santiago teme que a la muerte de uno de los comactores le suceda la muerte de los demás, en efecto dominó.

Primero se fue viendo en el paciente un desmejoramiento general precediendo el deceso; una especie de palidez mortal se apoderó del estado del comactor, dándole un aire ciertamente vampiresco. Sus cuencas –las cuencas de Leonel Ortiz, hijo– se marcaron mortuoriamente; la delgadez se hizo más evidente y palpable que nunca; y un color cárdeno general impregnó la piel.

Y Elvia también encontró un pájaro muerto –un zanate– a la entrada de la casa de Leonel Ortiz, hijo.

Luego hubo que atender una serie de infecciones, en el paciente, medicarlo de urgencia.

Los focos infecciosos fueron neutralizados; advino una meseta en donde Leonel Ortiz, hijo, dio muestras de estabilidad. Así que el ritmo de cuidado volvió a equilibrarse y repartirse democráticamente entre todos los pacientes. Santiago respiró un poco, pero un miedito le quedó en el sistema.

Y en efecto, una semana después, se empezó a dar un cuadro hepático más bien agresivo. Santiago leyó toda suerte de documentos al respecto, para poder tratarlo, y compró seguidamente un lote de medicinas para hacerle frente a esta nueva condición de Leonel Ortiz, hijo. El hígado declinó, se encogió, se apocó. El hígado decidió no funcionar; traicionar el conjunto universal que era Leonel Ortiz, hijo.

Se dio luego en Leonel Ortiz, hijo, un rápido deterioro respiratorio. Santiago –tan compenetrado está con sus comactores– empezó él también a respirar mal, fatigosamente. A veces sentía como si no podía respirar en absoluto, como si una asfixia lo abordaba desde todos los ángulos de la habitación.

Advino el final. Para Elvia fue como si estuvieran clavando al mismo Cristo en su palo. Una fuerte lluvia –poderosa coincidencia– estalló afuera, bramando con tenebrosos rugidos. Leonel Ortiz, hijo, estaba suspendido entre la vida y la muerte. Y Santiago yendo de aquí para allá; todos sus intentos por hacer algo eran como abortos, como cosas cortadas a la mitad.

Por fin, se dio eso de la convulsión; de una manera por demás sobrecogedora, inexplicable; casi como si un titiritero invisible estuviera jugando malignamente con el cuerpo de Leonel Ortiz, hijo. La convulsión ya tenía algo de éxtasis; un rapto religioso. ¿Qué río de blanca linfa mística se podía estar llevando a este organismo en su correntada cruel? Santiago temía lo peor. Incluso dejó de maniobrar, se quedó como suspendido, como si callarse y no hacer nada pudieran contribuir mejor en salvar al pobre Leonel Ortiz, hijo. A lo lejos los truenos y relámpagos arreciaban, como hijos de la ira más incomprensible. Como si estuvieran sacándoles los ojos a todos los niños del mundo.

Santiago se quedó quieto, pero Elvia, ella, estaba como posesa. Su rosario cayó al suelo, se puso de rodillas, para buscarlo, pero el rosario no estaba; no lo encontraba.

–Me lo agarró, mi rosario, me quitó mi rosario –gritaba, aludiendo, presumiblemente, al demonio. 

Finalmente lo alcanzó, pero al querer traerlo para sí, se quedó éste trabado en una de las cornisas de la cama, y se reventó de un modo casi injusto. Ay, exclamó, ay. El rosario de mi madre. Sus ojos lívidos de terror…

Y un relámpago cruzó los aires, y no cabe duda de que es eso lo que causó el apagón; la planta automáticamente se puso a funcionar, pero en el intervalo entre el apagón y la puesta en marcha de la planta (debe saberse que Santiago puso en cada casa una planta de electricidad, previendo una situación parecida), en el intervalo entre la oscuridad y la luz, Leonel Ortiz, hijo, murió, de un paro cardiaco. Santiago quiso aplicar ciertas maniobras médicas, pero más inútilmente que otra cosa. No había nada que hacer, salvo contemplar ese nuevo cuerpo agregado al Gólgota infinito del universo. Las cuencas del rosario yacían quietas en el suelo. Un sollozo y un murmullo, el de Elvia, buscaban rellenar un poco el vacío dejado por el deceso del paciente muerto. Ahora Santiago quería que la lluvia no cesara, que siguiera su curso maldito por los siglos de los siglos, porque la lluvia también es a veces una compañía, una forma de ahuyentar la nada.

Leonel Ortiz, hijo, se reunió, con Leonel Ortiz, padre, en algún confín extravagante de la energía.

No dejó de ser una muerte sorpresiva. Es decir: sabían ambos, Elvia y Santiago, que estaba cerca, que bien podía presentarse, pero es que la muerte, aún la más esperada, siempre tiene eso de inmediata, y nos compacta los órganos con las fuerzas del asombro.

Al final, Santiago sale de su aturdimiento, de su embotamiento, de su flotar en el vacío de las cosas, y una pregunta muy práctica, una pregunta tremendamente práctica lo asalta: ¿qué voy a hacer con el cuerpo? En un relámpago, se presentan diez escenarios, pero hay entre todos uno que es verdaderamente el más claro: dejar a Leonel Ortiz, hijo, sentado, quietecito, en una parada de autobús, en la madrugada, a orillas de otro silencio urbano.
Y así lo hace.

Santiago vuelve a su oficio de enfermero, luego de la muerte de Leonel Ortiz, hijo, con devoción verdadera y renovadas energías. Lejos de desilusionarse por la hostilidad de las recientes circunstancias, persigue con más furor el bienestar de los comactores. A Elvia, ella también, se le ve con redobladas fuerzas, y entre los dos van sacando la tarea de preservar a los vegetaloides. Santiago y Elvia son como un cuchillo que se va volviendo paulatinamente más eficaz y más afilado.

Proteger estas vidas se vuelve lo más importante, lo único. 
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