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Terminados los settings, Elisa Machado se pone a trabajar directamente con los vegetaloides. Parece de lo más contenta, de lo más culminante y feliz.

Elisa Machado se encuentra ocupada ahora mismo con los vestuarios. No sabía esto Santiago, pero Elisa Machado es muy diestra como diseñadora de vestuarios; ella misma los confecciona. Santiago empieza a ver –viendo los trajes– la magnitud de la perspectiva de Elisa Machado, su compromiso con el proyecto de los comactores. Es hermosa verla trabajar con semejante esmero y protocolo. Impasible, sencilla, sin prisa, presente.

Terminados los trajes, procede a cortarle el pelo a los vegetaloides. Se inspira –para los cortes– en dibujos y esbozos que ella misma ha fraguado en su bloc de notas. Los resultados son nada menos que prodigiosos.

El trabajo de Elisa Machado termina siendo lo que siempre se pensó que sería desde un principio: la obra de su vida. Santiago contempla maravillado los detalles, la poderosa resolución y terminación de cinco universos por ella imaginados. Santiago va de casa en casa, observa, se deja succionar por las fantasías; se siente, él, como si la alegría –esa alegría mancillada por erosiones, miserias, ironías– hubiese vuelto de nuevo; y ahora está vivo, su tejido nervioso está vivo, están vivos sus ojos, que ven. Los vegetaloides también están vivos. Están contando un relato. Las casas fueron pintadas completamente; los muros; ningún centímetro ha quedado sin ser pintado.

En torno al vegetaloide Julio Alfaro se construyó una fantasía de horror: guillotinas, ataúdes, esas brumas inquietantes.

Dionisio Tzurec fue convertido en un cantante… de reggaetón. Las cadenas de oro. Los autos fastuosos. Las altas mujeres mostrando el culo.

Myrna Orozco ahora es Alicia. Esto es: Alicia en el País de las Maravillas. Y allí está el gato de Cheschire; y allí está la Oruga; y allí está la Reina. En toda la casa, decenas de televisores presentan las innumerables versiones cinematográficas que se han hecho en torno a la historia de Lewis Carroll.

Con la Santa, Santiago se queda boquiabierto. Cuando Elisa Machado lo lleva a la casa #8, no puede decir nada, tan asombrado está. ¡Ha convertido la casa de la Santa en un santuario budista!

Elisa Machado le explica a Santiago que ha decidido convertir a la Santa en una monja tibetana.

Así que la ha rapado por completo.

La casa, ya se ha dicho, transformada en un verdadero templo budista: mandalas, cuencos, rosarios, cojines de meditación, banderas tibetanas, fotografías de monjes prominentes, inciensos.

Presidiendo la sala de meditación, allí colocan a la Santa; desde las bocinas (colocadas en sitios invisibles) provienen los mantras fabulosos.

Colocada la Santa, Elisa Machado se sienta ella misma en uno de los múltiples cojines de meditación, y en posición de loto, se pone a meditar; Santiago no sabe muy bien qué hacer, así que se coloca sobre otro cojín de meditación, y espera silenciosamente. Pasan diez minutos, veinte minutos. Elisa Machado yace perfectamente establecida; no se mueve; ¿respira? La fantasía ha comenzado a calar en el espíritu de Santiago, que concibe a la Santa como una mujer sabia, poderosamente iluminada, y pura. Ahora ella lo mira a él: un miedo infinito se apodera de Santiago.

La última fantasía es la que corresponde a Beatriz.

Beatriz ha pasado a ser una barbie.

Una barbie de tamaño real.

Es impecable.

Resuelven Santiago y Elisa Machado que hay que documentar todo, las fantasías. Así que lo primero que hace Elisa Machado es tomar fotografías –en blanco y negro– de todos los ambientes y de los comactores mismos. Toma fotos y fotos, incansablemente. Tres días enteros se pasa en ello. También hace un trabajo documental en video, que luego, editado, resulta ser una obra de arte.



Se recordará que, de acuerdo a lo pactado entre Elisa Machado y Santiago, tiempo atrás, la primera había acordado fabricar las llamadas fantasías, pero sólo si a cambio aquél le dejaba utilizar a los comactores para una exhibición privada. Pues bien, ha llegado el momento de que Elisa Machado cobre su paga, y dice a Santiago que ya tiene todo listo –el lugar, la idea, los posibles invitados– para su noche excepcional. A Santiago no le queda más que acceder. Elisa Machado le asegura que será sólo una noche; y que de ningún modo pretende poner en peligro la integridad física o moral de los vegetaloides.

En cuanto al lugar, Elisa Machado ha alquilado una anónima aunque muy grande locación, una suerte de galpón, que, tras unas semanas de trabajo, queda perfectamente.

Luego Elisa Machado procede a escribir textos en las paredes; frases extraídas al azar de opúsculos antiguos sobre el cuerpo humano. Es bello el efecto: esa letra tan monástica sobre las paredes blanquísimas, recién pintadas, cuyo brillo refulge bajo las grandes lámparas fabriles que Elisa ha mandado a colocar. 

Entonces, ¿cuánto es que durará la exhibición de los comactores? Media hora exactamente. No más que eso. Pero una obra tan temeraria, tan osada, no necesita más para capturar la atención de sus espectadores.

Elisa envía las invitaciones. ¿Quiénes son los invitados? Todos extranjeros, amigos personales de Elisa, artistas, intelectuales. Ella misma paga los pasajes aéreos de estas quince selectas personalidades (sólo dos de ellas no atenderán la invitación). En las invitaciones se pide –dada la naturaleza de la obra– puntualidad, discreción absoluta, y respeto, naturalmente, por los vegetaloides.

El día llega.

Elisa los ha colocado, uno a uno, a los comactores, en forma circular, en sus sillas de ruedas, sobre una especie de escenario, así es como aparecen, y están disfrazado de la forma en que ya se describió antes: Monja Tibetana, Barbie, Alicia en el País de las Maravillas, Artista de Reggaetón, Monstruo de Película de Horror. Bajo la luz intensa de las lámparas, aparecen o más bellos o más sórdidos de lo que en realidad son.

En la mente de Santiago, es un poco como traicionarlos; exhibirlos de esta manera es traicionarlos; y el precio que ha tenido que pagar. Siente ligeros susurros de fiebre a lo largo del cuerpo; náusea.

No resiste un segundo más; se ve obligado a salir del galpón. Un largo hilillo ácido se desprende de su boca; ha vomitado. Quisiera ya Santiago que todo esto acabe, pero aún faltan más de veinte minutos. Resignadamente vuelve a entrar.

Los invitados de Elisa Machado son personas tan extravagantes como ella, y eso se nota en la manera en que visten, en sus ojos inquisitivos y locos. Observan a los comactores desde un pronunciado y frío asombro analítico. Hay una mujer tan alta como una jirafa; y luego ese señor de los pelos parados; y la otra con las gafas gigantes: todos en silencio. Está terminantemente prohibido hablar, mientras dura el evento, y cuando alguno lo intenta, en el acto es reprendido por Elisa Machado. Un mesero sirve el vino blanco.

A los invitados no les incomoda estar delante de los vegetaloides; es como si estuvieran acostumbrados a ver esta clase de cosas.

Uno de ellos deja caer accidentalmente su copa, y el ruido provocado, en medio del importante silencio, causa una especie de expectación entre los demás. Pero pronto ya han retomado de nuevo su actitud de absorción frente a los cuerpos de los comactores. A veces hay una especie de interjección que brota de la boca de alguien; como si hubiese comprendido algo súbitamente, como si algo en su mente se hubiese aclarado favorablemente.

Pero ya la obra está llegando a su fin. Santiago, uno a uno, saca a los comactores del galpón, los lleva al Condominio. Atrás quedan los invitados; por fin se les permite hablar.

Hablan y hablan, teorizan; ríen; beben; hablan. 
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