XIV



El carro de Henry avanza por la avenida chirriando llantas. Lleva el gas a fondo. Continuamente, mira por el retrovisor, pero ya nadie lo está siguiendo. Y sin embargo, no puede tranquilizarse. La adrenalina forma dibujos violentos en su tórax. Cruza a la derecha, con escándalo, casi atropellando a un peatón que se detiene en seco, impreca, lívido. Pero Henry está demasiado nervioso para considerar a los peatones: después de todo, si alguien es la víctima aquí, es él mismo: todos esos acreedores buscándolo como una jauría de lobos.
 
Así que no es cuestión de disminuir la velocidad. Evidentemente no puede volver a su apartamento. Es seguro que ya tienen a alguien montando guardia, las veinticuatro horas. Henry no tiene a donde ir. Ni siquiera dinero para un cuarto de hotel… Para lo único que tiene dinero es para un último vaso de alcohol. Henry se detiene en una cantina. Antes de entrar al establecimiento, saca de la guantera una Beretta, que ha comprado hoy mismo. El vendedor ha dicho, con una sonrisa gélida: “Su nombre es Josefina.”

Josefina es presumiblemente una pistola robada. Henry siente el peso del arma en la mano. Siempre queda la posibilidad de llevarse a uno cuantos, dignamente… o matarse él mismo, si las circunstancias lo piden…

Henry entra a la cantina. Tres o cuatro mesas ocupadas, el resto está vacío… Se dirige a la mesa más apartada: una coordenada para observar quien entra y quien sale. Pide el ron y el ron lo pide a él. El mesero que atiende es un señor craso y antiguo.

En el fondo se escucha una canción de los ochenta. Henry siente cómo el bulto –la pistola– le oprime innecesariamente su abdomen.

Observa a los otros clientes; sus rostros no pueden bajo ninguna perspectiva considerarse hostiles, y sin embargo Henry, meticulosamente trastornado, los vigila ansiosamente. Es como si necesitara el miedo a estas alturas. Henry necesita creer que el mesero lo mira con un comedimiento sospechoso.

Imagina que lo mejor es ir a la casa de su hermano. Tendrá que meterse, otra vez, saltando uno de los paredones laterales. Henry consulta el reloj colgado en una de las paredes macilentas de la cantina: exactamente, son las diez. Paga, se levanta, una brisa bastante fría lo recibe en el exterior. Se mete de nuevo al carro. De nuevo vuelve a colocar la Beretta en la guantera. Los semáforos son murciélagos colgados.

Parquea el carro a la salida la casa de su hermano. Luego camina hasta reconocer el muro, y pronto ya se encuentra escalándolo. Se deja caer del otro lado, con brusquedad, lo cual trae como consecuencia un desguince automático: el tobillo. El dolor es perverso. No puede evitar soltar un alarido genuino. Al fin, se levanta como puede. El jardín es un valle en sombras. Henry siente miedo, pero no es el miedo que sentía en el carro, o en el restaurante. Es un miedo más caliginoso, más primario.

Como una sombra coja, va moviéndose por entre los árboles del jardín. Llega al Altar de la Virgen, que más parece una especie de mausoleo en esta oscuridad. Allí descansa unos diez minutos (el dolor de tobillo es punzante) mientras los insectos platican en la noche.

Henry tiene ganas de fumar, pero espera.

Vuelve a la marcha. Cada cierto tiempo, le parece escuchar un ruido, ver algo. Su mente lo engaña con percepciones inválidas: unos ojos entre las hojas… alguien junto a un árbol… la silueta perfecta de un asesino… Henry acelera el paso, aún si el tobillo le indica que es una mala idea. El miedo se expande desde su vientre como una radiación. Henry reconoce la casa de su hermano. Las luces están apagadas. Entra cautelosamente, pero estando adentro, no sabe qué hacer.

Se le ocurre algo: buscar a Elvia. Adivina en donde se encuentra su habitación. Abre la puerta.

Elvia se ha levantado, dice en el cuarto a oscuras:

–¿Señor Henry, es usted?

Aún sin verlo lo ha reconocido.

–¿Señor Henry, es usted? –repite.

Pero Henry no habla, está hechizado, paralizado, inmovilizado. El olor del cuarto de Elvia es un olor a cosas acumuladas, a recuerdos acumulados, a rezos acumulados, a soledades acumuladas.

–¿Elvia?

Ella contesta:

–Aquí. Aquí estoy, muchacho.

Elvia activa (quizá con dificultad) la lámpara.

Se abrazan.

Luego él le pone la almohada suavemente sobre el rostro. Ella ni siquiera se resiste.

Henry se dirige ahora al piso de arriba. En su memoria bullen todos esos recuerdos de infancia. El haber llorado junto a Elvia le ha dado nuevas energías; nuevas ganas de vivir y de matar. Una vez arriba, no sabe si dirigirse hacia el cuarto de la izquierda o el cuarto de la derecha.

Se decide por el cuarto de la derecha; abre la puerta; camina sobre la alfombra laxa. Allí está Beatriz, su querida cuñada Beatriz, tan quieta… La observa prolongadamente. Sabe que alguna vez la deseó; y que si la mira por suficiente tiempo la deseará de nuevo. Henry está como borracho. Ella tiene el pelo largo, está suelto y libre sobre la almohada.

En ese momento, Beatriz despierta. Por fin ha cesado el largo sueño de su vegetaloidización.

Ella lo mira a él, y él la mira a ella. Pero es Henry quien se queda congelado. Ella se cubre con las sábanas, como si tuviera delante a un violador. Acaso no lo ha reconocido; o acaso sí. Las ramas se agitan, proyectando marionetas torcidas en la pared del cuarto; el viento silba.

Por fin, Henry corre como si lo hubieran pillado robando un dulce. Henry corre por las escaleras, y en el tercer escalón (recordemos el tobillo) pierde el equilibrio, se desploma.

Finalmente llega al suelo. Está consciente, pero no puede moverse.

Está quieto porque está parapléjico. Él lo sabe. No sólo lo sabe; además comprende que es su hermano quien a partir de ahora cuidará de él, y ésta sí que es una ironía extravagante de la vida. Ya no más casinos, ya no más noches con prostitutas, ya no más gordas rayas de dulce cocaína, ya no más asesinos rapaces siguiéndolo por las calles de la ciudad. Estar parapléjico es correr a ninguna parte.

Beatriz se ha levantado; camina con pasitos cortos. Tan inocente, tan tierna, en su andar, con la marcha frágil de una niña que tiene miedo.

Se acerca al cuarto de su esposo, de Santiago. Él duerme. Ella lo reconoce. Lo mira con desdén.

Afuera se escucha el viento, que es como un animal con cáncer, pero también se escuchan los grillos. 
Creative Commons License
Los dados torcidos by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.