XIII


Unos días más tarde, Elvia levanta –alteradísima– a Santiago. Está como loca.

–¿Qué pasa, qué pasa? –abre los ojos Santiago.

–Es la seño Beatriz –contesta Elvia–. Se ha ido.

–¿Cómo se ha ido?

–Se fue... Le digo que se fue… Ay Dios santo…

En este instante, Santiago comprende que las cosas han tomado un nuevo curso. Una especie de fragilidad se establece en un bajo sector de su bajo vientre. Elvia lo mira con ojos de horror.

Sigue a eso la búsqueda frenética.

–Vamos, vamos –dice él–.

Pero Beatriz no aparece por ningún lado. Santiago comienza a sentir que algo –un órgano, algo– se le quiere dormir adentro.

Escanean todo el jardín, buscando más allá de los arbustos, mirando arriba en los árboles, detrás de los rosales. Santiago se pregunta si lo mejor no sería llamar a la policía, pero exactamente: ¿cómo podría siquiera explicarle a la policía lo que ha pasado?

Luego a revisar una a una las casas de los comactores pero en las casas los cuartos mudamente dicen no: dicen no los muros, los pestillos, las baldosas, los techos, las ventanas, las puertas, los interruptores, las estufas, los bancos, los objetos, los cuadros, los sofás, dicen no los espejos, sobre todo los espejos dicen no, especialmente los espejos dicen no. Un no al unísono, coral, metafísico, un no hecho de nos, un no perfecto, un no que quema el borde de las cosas, diciendo no.

Ya con la certeza de que Beatriz no está ni en el jardín ni en las casas de los comactores, sale a buscarla, en carro. Oscurece. Nada. En la madrugada vuelve. Lo recibe Elvia con la noticia: “Los demás también se han ido. No quisieron quedarse”. Demasiado para Santiago, palidece, se despeña. Un verduguillo invisible lo ha alcanzado. Es como al rey que se le ha muerto un hijo en la batalla.

Santiago repleto de jeringas vacías.

Y en efecto, las cámaras han grabado a los comactores en el momento de su partida, levantándose a un mismo tiempo, yéndose.

Cuestión de ir a buscarlos, en el carro, antes que sea tarde, porque la ciudad macera y destruye y no tiene compasión.

Busca en los hospitales. En las morgues. En los parques. Infructuosamente. Santiago no sabe a dónde ir… Con cierta periodicidad, una tosesita le brota de los pulmones, cimbreante.

Vuelve derrotado al Condominio.

A tanta búsqueda, a eso le sigue un hartarse de pastillas rosadas, un desdibujar la realidad nerviosa por medio de trillones de ansiolíticos. Santiago no sabe sino recetarse pastilla tras pastilla, crear un mundo esponjoso, casi blanco, pero esa blandura es como una forma de la náusea, un no poder sujetar bien las cosas –el vaso, el télefono– y un andar balbuceante por toda la casa. Las pastillas rosadas se juntan todas y hacen un coro infantil, cantan melodías niñoinfernales adentro de la psique arruinada de Santiago.

Rostros fantasmagóricos surgen y se desvanecen, sin orden. Santiago los mira, sin moverse.

Pero entonces, cuando ya se piensa que Santiago está completamente momificado, una corriente maniaca lo levanta de nuevo, lo pone a hacer cosas sin ninguna idea de medida, rituales inconexos, abrumadoramente inútiles. O inquietantes: como llamar a un montón de gente, a altas horas de la noche. Marca todos esos números de su directorio personal, como loco. Y esas personas al principio contentas de saludarlo de pronto se dan cuenta que están conversando con un desequilibrado; se apresuran en cortar la comunicación.

Llama cantidad de veces a Elisa Machado. Al principio Elisa trata de lidiar con él, pero ella entiende que Santiago ha perdido la razón (“Se han ido: se fueron”, intenta convencerla Santiago). Ya Elisa Machado ha tratado muchas veces en su expandida biografía artística con múltiples locos. Ve a dormir, ve a dormir, le dice. Pero Santiago no quiere dormir; Santiago grita; él lo que quiere es gritar. Finalmente, hasta Elisa Machado le termina cortando la comunicación. Lo cuál quiere decir que el frío entra esta vez por el cable del teléfono hacia el auricular, ingresa en forma de silencio por la oreja de Santiago. 

Santiago llama también a su ex socio. La conversación termina mal. “Como se te ocurra llamar de nuevo, te mato”, le advierte el ex socio. Santiago sigue hablando, aún si hace una hora que no hay nadie del otro lado de la línea.

Los comactores–vegetaloides a todo esto se han diseminado por la ciudad. Cada cual ha tomado su propio camino.

Y nunca más se sabe nada de los inquietantes vegetaloides.

Salvo el caso de Beatriz, que describiremos a continuación.

El caso de Beatriz, quien saliendo del Condominio, es recogida por un taxi, y el taxista la toca un rato, sin llegar propiamente a violarla, para luego dejarla en una zona de la ciudad en donde coincidentemente se está llevando a cabo una huelga de campesinos. Beatriz se une a la huelga. Apoya a base de gritos, sostiene una comparta. Todos esos periodistas le están tomando fotos, la están filmando, como a un bicho raro.

Resulta de hecho que hay un noticiero que está transmitiendo la huelga en directo, y ahora es la imagen de Beatriz la que tenemos en el televisor; Elvia, que está delante del aparato, la reconoce, grita. Santiago acude prontamente, y él alcanza a ver a su esposa en la pantalla, de inmediato se sube al automóvil y empuja el pedal de la gasolina.

Llega a la concentración de los manifestantes. Busca como puede a Beatriz pero pronto empiezan a llover los gases lacrimógenos. Ahora corre, no sabe muy bien a dónde. Un momento de enorme confusión entre los manifestantes; algunos de ellos, los valientes, optan por redoblar las consignas… Hay un anciano –un indígena– que se cae en la carrera, y es atropellado por la cohorte; Santiago sigue averiguando con los ojos el paradero de Beatriz… El sol lacera…

Los proyectiles de gas lacrimógeno siguen cayendo –un golpe seco y metálico contra el suelo. Un niño, lustrador, viendo divertido el espectáculo, cae abatido por uno de ellos. Justo en el cráneo, vaya suerte.

Por fin, la distingue. Beatriz, con el puño frágil alzado. La toma con brusquedad. Pero ella se resiste; hace escándalo. Sus chillidos llaman la atención de los otros manifestantes. “Se la llevan, se la están llevando”, dice uno. “Secuestro, secuestro”, otros dicen. Y Beatriz no cede, no ceja. Entonces no le queda otro remedio a Santiago que golpearla; la deja blanda, así la carga y corre como un endemoniado con ella a cuestas. De las bocas de todos brota la indignación, pero en ese momento una nueva bomba lacrimógena cae justo en el área, y hay una dispersión anárquica de la masa, y Santiago alcanza a huir y subirse y subirla a ella al carro. Sin embargo, unos cinco manifestantes se acercan amenazadoramente con lo que parecen ser palos y otros objetos categóricos. 

Sin contar que ya Beatriz está moviéndose de nuevo, por lo que se hace preciso darle otro golpe sólido, que la vuelve a dejar inmóvil, esta vez sobre el tablero del BM, mientras afuera escucha expresiones como “…maldito gobierno represivo…”, “… paramilitares…”, “…una de las nuestras…”. Acontece un ruido fulminante: es el vidrio de atrás, quebrado por lo que incluso parece ser la cacha de una pistola negra. Santiago pisa firmemente el acelerador, atropellando a alguien, maneja tozudamente por las calles. Mira a Beatriz, de vez en cuando… Por el agujero –antes el vidrio trasero– una brisa casi reconfortante entra, una especie de soplo divino.

Así que Beatriz vuelve otra vez a casa. No se puede decir, lamentablemente, lo mismo de los otros comactores; ellos jamás habrán de volver al Condominio. Santiago los buscó y los buscó. Pero se perdieron, sencillamente, en la ciudad. 
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