IV

El sexo con Beatriz vegetaloide se fue haciendo más y más vehemente. Resulta difícil comprender cómo una mujer sin movimiento, una mujer en tal estado de inactividad puede despertar semejantes entusiasmos. Luego de cada colisión en la cama ella quedaba toda cubierta de moretes, y es que a él le gustaba sujetarla con fuerza, zarandearla y pellizcarla, bestialmente morderla. Estos nuevos orgasmos venían preñados de una energía que él no había sentido en mucho tiempo.

Fue sobre todo ese fin de semana cuando Elvia tomó el descanso (al parecer para ir a visitar a una prima lejana y moribunda) que Santiago comprendió realmente las posibilidades amatorias que le ofrecía Beatriz vegetaloide. De todas maneras y formas, por todos lados, y a todas horas. Es cierto que Beatriz no lubricaba, pero remediar aquello no era ardua tarea, y además tampoco lubricaba antes, que él recordara.

Por ejemplo, una cosa que hizo fue tomar los tres galones de helado que encontró en el freezer, llevarlos a la alcoba, untarla y lamerla, pelo incluido, incluidas las uñas. El helado se derretía sobre Beatriz, él no alcanzaba a comérselo todo, de tanto que era, se atragantaba, la lamía a ella y le lamía una rodilla, ahora dulce. Al día siguiente compró más helado y repitió la experiencia. Esta segunda vez le puso topping de chocolate, fresas, mermelada, y todo lo que encontrase que pudiera servir para convertir a su mujer en un gigantesco postre humano.

Y la filmaba. Horas y horas de filmación; siempre encontraba en Beatriz algún lado interesante. Era casi como si éste su dormir tuviera mil facetas distintas, mil sagrados ángulos que él terminaba descubriendo. Nunca se cansó de sostener la cámara, ni de los íntimos paneos, ni de los zoomings sediciosos, ni de los tilts creativos, ese perseguir cinematográficamente cada poro concebible y concitado que su mujer inadvertidamente pudiera ocultar. No había tal cosa como pereza o indolencia en Santiago: filmarla era todo, trazarle nuevos destinos de registro, memorizarla, hacerla factible en el soporte de la tecnología.

Otra cosa que sin duda le gustaba era llevarla de habitación en habitación, en un peregrinaje incesante. Todos los cuartos de la casa sin excepción la vieron ser cogida. Todos los espejos. Los cuadros. No hubo objeto que no fuera testigo de alguna secuencia erótica; el cuerpo entero de Beatriz asentía a todos estos desplazos y reubicaciones; en su destino sacrílego estaba ya todo consentido.

La cocina, por ejemplo, fue escenario corriente de la calentura de Santiago. La refri, la estufa, vasos, platos y ollas: no se perdieron por un segundo el espectáculo de Santiago y su inerte esposa.

La llevó al cuarto de lavandería, en una atmósfera que olía toda a limpieza, y sobre la secadora, que acercaba su ronroneo contemporáneo, la poseyó numerosas veces.

Tocarla era flexionarla de maneras violentas; torcerla; desafiar la consistencia de sus articulaciones. Alterar a Beatriz, arquear a Beatriz, curvar a Beatriz, hacer de ella una entidad materialmente más elástica, matricularla en un yoga agresor, hasta caer finalmente rendido, devorado de transfixiones, fragmentado por el hacha del orgasmo.

Digamos que Santiago estaba perdido en el espejo del sexo.


Pero no fue apenas el sexo lo que le atrajo de Beatriz vegetaloide, sino además la posibilidad de convertirla en cualquier clase de mujer que él deseara. Así fue cómo se inició el régimen de las diez mil Beatrices, que él iba adornando a su gusto, haciéndolas transitar por diversas apariencias, múltiples clases sociales, surtidas nacionalidades. Un día Beatriz era de origen francés, pero al día siguiente era negra de Sierra Leone, y después argentina seductora... Beatriz era, sin ella saberlo, como una especie de actriz en una obra de teatro incesante y perturbada.

De esta forma es que él podía usar a Beatriz para sostener las más encarnizadas fantasías eróticas y en la imaginación de Santiago cualquier diseño estaba permitido, cualquier formal ocurrencia era dable. Se entregó a este juego como un niño. Se había vuelto en cierta medida un artista, y el soporte de su arte era su propia mujer caída en estado de vegetaloidización, y la inspiración era muy a menudo la vulva práctica y usable de ella. Beatriz adelgazaba, a todo esto, se hacía más frágil, más vegetaloide, pero ya a estas alturas Santiago eso no podía notarlo. Estaba enfermo. Cerebros esponjosos volando alados por los aires. Entre sombras de risa Santiago fue perdiendo la cabeza. Su mujer se hacía más esquelética, más paraguas, adoptaba un color verdiestructural. La carne suya estaba colgando de un hilo cada vez más fino, de un bostezo más frágil. Se fue haciendo ceniza. Pero Santiago estaba obnubilado por las culebras de un sueño, en donde diez mil Beatrices lo convertían en varón dichoso. Y con todo el maquillaje del mundo a su servicio, hacía de su grisácea esposa una muñeca, una muñeca rosada.

Todos los varones sueñan con esa pobre imagen de una enfermera –resabio de una cultura pornográfica que no adolece de variados arquetipos. Uno de los primeros diseños de Santiago (“diseños”: así comenzó a llamarles) consistió en ponerle un trajecito de enfermera a Beatriz, y hasta una jeringa en la mano, y un burdo endoscopio. En un momento llegó a escucharla decir cosas, de igual manera que ciertos drogadictos llegan a alucinar con policías en el corredor. Así de poderoso era el cuadro que él mismo había fraguado en mente. Y fue en ese momento cuando Santiago ciertamente pudo haber sido caracterizado como un loco, como un desertor de la realidad y el buen juicio.

El segundo lugar común –craso lugar común– fue cuando se le ocurrió vestir a su mujer de colegiala. La falda a cuadros, la camisa blanca, las calcetas, los zapatos lustrados, el pelo hacia atrás. Siempre había querido acostarse con una menor de edad. La fue desnudando lentamente, convenciéndola, persuadiéndola (ya que ella estaba tan insegura) de que no había nada malo en lo que estaban haciendo.

Otro día se le ocurrió vestirla de prostituta berlinesa. Es decir: él nunca había efectivamente estado con una prostituta berlinesa, pero supo imaginarla como una mujer indiferente, fumadora, talvez pelirroja, con grandes ojos cansados, quizá adicta a la metanfetamina, ya un poco entrada en años (a lo mejor uno o dos hijos: uno de diez, otro de quince), y con cierto tiempo en el oficio, es decir demacrada, despreciable.

Tales fueron algunas de las fantasías que Santiago organizó al principio, pero al cabo del tiempo le acudieron a la cabeza ideas más sutiles, proyectos más refinados en cuánto a inventiva, recursos y composición. Se dio cuenta que podía elegir mujeres de todas las épocas. De que podía dotarlas de pasados muy particulares, envolverlas en elaboradas tramas, alterar significativamente sus sentimientos. Ya no eran furtivas mujeres que ingresaban a su imaginario y se iban como en un relámpago, sino trabajados personajes que se asentaban allí y echaban raíces, se aposentaban con la consistencia de un protagonista ideado por el mejor de los novelistas. Y a su modo, Santiago novelaba: un forjador de destinos: un condicionador de realidades.

Estimulado por esta nueva hallada libertad y por la noción de que explorar lo era todo o la vida nada era, Santiago puso empeño en su proyecto, y disfrazó a Beatriz de mujer indígena (compró un traje para ello) y la poseyó con celo obsesionante, transgrediendo todos los esquemas, resuelto a violarla si no se dejaba, con una cierta incontinencia nutricia. Debemos suponer que Santiago se vino con desdén y culpa.

El próximo diseño fue indisputablemente uno de los más interesantes: decidió vestirla de Beatriz. No de sí misma, sino de Beatriz de la Cueva, la Sin Ventura, la esposa de El Adelantado, muerta en la Antigua Guatemala, hace varios siglos ya, cuando las aguas anegaron intempestivamente la ciudad colonial. Para este diseño, tuvo que hacer un poco de investigación, y se remitió a libros de historia y al criterio de algunos conocidos suyos avezados en el asunto, para saber exactamente cómo era el aspecto de una española de la época, venida a América, los encajes, el corsé, el volumen, la manera general del atuendo. Haciendo averiguaciones, pudo rastrear a una vieja directora de teatro –caída en el más ignominioso olvido– que poseía el vestido perfecto que estaba buscando, y luego de haberle pagado una suma prohibitiva de dinero por el mismo, llevó a casa la grandísima prenda. Tardó algo en ponérsela a Beatriz, que se perdió entre tanta vestimenta. Tardó algo, sí, poniéndole el vestido, y un tiempo parecido tardó en quitárselo, pero bien valió la pena en su cabeza todo el gasto y la inversión de horas, porque el trance lo hizo muy feliz.  Había descubierto la alegría.

Por demás, es cierto que estaba usando a su mujer como un soporte borneadizo para toda suerte de utopías sexuales, pero a la vez –y por muy raro que parezca– Santiago se hallaba enamorado de la mujer puntual, adelgazada, la pueril hembra vegetaloide que yacía impotente en una cama, sin esperanza de nada. De hecho podría decirse que parte vital de este juego de identidades, esta compleja mascarada, estaba en ese afecto honrado que se había engendrado hacia la Beatriz del accidente –ajena a toda vigilia y ajena a toda lucidez. No dejaba nunca de platicarle a esta exacta Beatriz, incluso de hacerle el amor. A ella también le hacía el amor, como a las Otras.

Le enternecía el lóbulo, le besaba un codo, le contaba chistes, le limpiaba las babas.

A Santiago le estimulaba oír la respiración de Beatriz, porque entonces imaginaba que ella respiraba para él: que la respiración no era ese proceso automatizado, impersonal, sino un lamento proveniente de una lejana dimensión, en donde la voz de Beatriz había quedado atrapada, y desde donde le pedía ayuda, en estado de gran desesperación. En su mente, el respirar de Beatriz era como el susurro atenuado de aquella súplica, el último aliento de un grito, que había traspasado los sucesivos muros de la vegetaloidización, y ahora llegaba a él como tibio aire. Desde su condición de planta, de verdura, Beatriz le mandaba un mensaje invisible.

Así, escuchando el ir y venir del hálito dorado de Beatriz, él se quedaba dormido, tiernamente; durmiendo el descanso general de la ternura.

Eran largas las siestas, los dos dormían. Cada cual a su manera, pero ambos unidos en una quietud sin temperamento, honrando la verticalidad de sus cuerpos sin contraste, enceguecidos por lenguas de césped que lamían el blanco de sus cabezas negras. Un estado perfecto de confianza; cualquiera hubiera podido acuchillarlos en ese momento; cortarles las manos para lanzarlas a sagradas alcantarillas; pero ellos estaban más allá del miedo: dormían. El que duerme vive el estado máximo de sacrifico; sacrifica su vigilia, su habilidad de autoprotegerse, por una perfecta hora sin tiempo, un instante de infinitud.

Había comprado una gigantesca pantalla de plasma, y la había colocado en el cuarto de Beatriz, con la idea de poder ver a su lado toda suerte de películas románticas, tontas, clásicas, y compartir escenas paradigmáticas construidas en blanco y negro. Películas viejas, con actores que hablaban como si leyeran más bien. Él había coleccionado todas esas películas pero nunca había tenido la oportunidad de verlas junto a Beatriz, queriéndolo tanto, a veces, y cómo, si cuando ella estaba despierta, consciente, le parecían una podredumbre, aburridísimas. Pero él ahora la envolvía vengativamente, cariñosamente, en toda esa cultura cinematográfica; la pantalla de plasma enviaba sus fogonazos alienantes sobre el rostro absorbido de su esposa.

También la ponía a ver atardecer: las contorsiones rojizas, ensangrentadas, crepusculares: todo eso lo ponía delante de sus ojos cerrados, de sus muertos ojos. Santiago embelesado, negociando interjecciones, decía: “Es la cosa más linda que hemos visto juntos, ¿no te parece, amor?”, y los rojos se tornasolaban, se endurecían y luego se dislocaban, y sangraban un poco más, lo último, y al fin desaparecían en una nocturnidad ejemplar.

También le dio por sacarla en carro. La introducía al BM con la mayor delicadeza (…y su tórax como de papel… las manos sin orgullo… las piernitas tan chiquitas…). Le colocaba –como se le coloca a un niño­– el cinturón de seguridad. Santiago sentía una gran libertad y una gran alegría cuando iban juntos de paseo. A veces, llovía. La ciudad era esa pecera enorme y rajada por donde la lluvia se escurría hacia los abismos. Pasaban –él y la vegetaloide– al lado de monumentos anacrónicos, procedentes de administraciones fantasmales. Buscaban rincones desconocidos, y sí que los había, siempre los había, para el que con fe los buscase.

El BM avanzaba, dejando atrás paredes pintadas con spray, anuncios luminosos y, los domingos, las persianas de metal de las tiendas cerradas. La lluvia reemprendía su letanía, su mantra, su rosario de gotas.

Los paseos se daban a horas prohibidas, también. A Santiago le gustaba acercar el carro a los barrios de mala muerte, con sus obsequiosas escenas de podredumbre; le gustaba exponerse a la mirada de paranoicos y proxenetas; de drogadictos fumando la experiencia del miedo; de eternos travestidos haciéndose hembras, en la espera. Hubo muchos paseos de éstos; hubo un hábito de honrar la noche; un reverenciar el alma de devotos parásitos y delincuentes; un arrodillarse delante de ese espectáculo que sólo avergonzaba a los que no lo conocían: esos que despertaban muy de mañana, para salir a correr y desayunar y leer otra vez el periódico, acobardados por la rutina. Santiago había sido uno de ésos.

Es preciso hablar de otra actividad que Santiago cultivaba con fruición y delicadeza: cenas elegantes junto a Beatriz, cada noche. Eran cenas de vino dócil y blanca música. Por supuesto, de dos comensales uno sólo comía. Frente a Beatriz, el plato quedaba tiernamente intocado.

–¿Un poco más de vino, amor?

Beatriz nunca pedía vino dos veces.

¿Y Elvia? Elvia no decía nada de estas cenas. Para ella eran un poco normales. Ella misma se pasaba hablándole a una alta virgen de madera que había en la sala, y escuchaba sus respuestas.

La gran mesa del comedor se veía adornada con velas largas, sepulcrales, que proyectaban sombras en las paredes. Era una atmósfera sombría, acrecentada por el pavoroso vestido blanco que le ponía Santiago a Beatriz cada noche, repetidamente, y él de su lado se ponía un traje oscuro, rigurosamente ateo. Beatriz, un poco torcida en su asiento, babeaba cada cuanto; él se levantaba, y con la ayuda de la servilleta, la limpiaba. El frío externo se colaba por algún lado; el frío era como una especie de invitado y miraba a sus anfitriones en silencio y se arremolinaba alrededor de las patas de la mesa, se le metía por debajo del vestido a Beatriz, impúdicamente, salía de allí y se alejaba por una de las puertas hacia las estancias lejanas, en donde un vacío en forma de vacío temblaba como un niño miedoso. 
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