XII


Los zopilotes, aún cuando están lejos, están cerca. Dando vueltas y vueltas, buscando la comunión con la muerte. Siempre todo termina en zopilote, en ave de carroña, en beso a lo difunto. De esta forma está construido el universo. Llegará un día cuando toda esta ciudad, toda ella se caiga a pedazos, y una nube negra de aves vendrá a concluirlo todo; a realizar la más grande fiesta de vísceras de todos los tiempos. En el Valle de los Zopilotes no quedará ni un alma humana; nada. Ni una rosa. Ni un ángel. Una negrura aplastante.

Así de mal se siente Henry, el hermano de Santiago; como si un ave le estuviera desayunando los intestinos. Mala noche para Henry. Como si Dios ya hubiera alineado los dados en su contra; un Dios en harapos; un Dios pordiosero.

Diez mil huevos de mosca depositados en la espalda de Henry.

La verdad es que Henry ha estado consumiendo toda esa cocaína. Y hay sombras siempre acechantes… La paranoia y sus caricias... La ciudad como herida por donde manan los zopilotes...

Al tercer día de semejante inframundo, el miedo se posesiona de él por completo; estando con una prostituta, se le ocurre que talvez ella quiere matarlo; por tanto empieza a trocearle la cara a puñetazos. Henry huye... A toda velocidad, Henry por todas esas calles.

Pero las voces nunca se van del todo.

Y ahora Henry se deja succionar por los casinos. Las luces; los hielos en los vasos; la alfombra mullida; ciudadanos tabacosos, infinitamente miserables. Siempre alguien saliendo de estos lugares se coloca una pistola en el hocico... Henry extrae de un cajero automático el último capital que su tarjeta consiente.

Y lo pierde todo.

Lo patético es verlo vender por nada su reloj a uno de los cerdos guardaespaldas del lugar, quien termina comprándolo con desdén y aires de superioridad, por una nada. Poco después, Henry ávidamente destruye el poco dinero que ha conseguido en la transacción. Está acabado. Y lo sabe. Allá afuera lo espera el día, el sol, las ventanas de los edificios, despectivas. El vendedor de flores. El policía de tránsito. No sabe qué hacer. Un gringo borracho –aunque sin querer– le bota encima un whiskey; es todo lo que necesitaba. Ahora Henry lo está agarrando de la camisa, y el gringo está indeciso, asustado. El mismo guardaespaldas de hace un rato, el del reloj, se lleva a Henry afuera del casino. En el parqueo, le da una paliza breve, directa. Se levanta Henry, se sube a su carro, derrapa, maldice. Las voces; los perros; los zopilotes. Un niño en el semáforo pidiendo dinero –como si tuviera sangre en los dientes.

Henry hace lo más estúpido que puede hacer un ser humano en estas paranoicas circunstancias: ir a jugar a una casa privada, con gente peligrosa. Es decir: más problemas. Las cosas se salen de control. Insultos y agravios. Alguien ha sacado un arma. Afortunadamente, la pistola se encasquilla; Henry logra huir; es un milagro; pero tiene miedo.

Todo su sistema nervioso se comprime en una imagen única y patentada: Santiago. Su única esperanza es Santiago. ¿Atenderá la llamada? Imposible. Ya en otras mil ocasiones lo ha llamado, infructuosamente. Pero todos sus órganos, sus ligamentos, sus huesos gritan de pánico. Esta soledad, esta manera de no ser nada para nadie, esta pesadilla infinita. El aceite negro que sudan las cosas. Henry se detiene en un teléfono público; busca debajo del asiento una moneda para poder realizar la llamada; y encuentra dos.

Y llama. No sabe ni siquiera si su hermano tiene aún el mismo número. Lo asombroso ahora es que Santiago contesta. Henry lloriquea: ¡esos hombres me están buscando…!

Pareciera de hecho que alguien del otro lado de la calle lo está viendo, lo está avistando.

Ruega, implora, promete, jura, está blanco, está pálido. El tiempo no pasa, el tiempo es una sustancia que se arquea dolorosamente, que se dobla y se enjuta, un grumo, un feto.

Contra todas las expectativas, Santiago accede a verlo, en un bar. Ni sabe por qué: a lo mejor porque estos últimos meses ha experimentado una felicidad tan auténtica junto a los comactores; hay toda esa bondad en su corazón. Una pequeña fisura de luz se ha abierto en las catacumbas del hígado de Henry; una posibilidad; una opción por fin se erige contra el sistema general de su existencia. Acuerdan verse en un bar, de los dos conocido.

Por supuesto, nomás ha colgado el teléfono, Santiago sabe que ha cometido un error. Se dirige al lugar. Escucha a su hermano. Dice un par de cosas mediocres y morales. Henry, naturalmente, lo insulta, permisivamente. Santiago se levanta, se va. Los clientes han interrumpido momentáneamente el fluir mental de sus propias miserias para contemplar esta escena disfuncional; luego vuelven a sus meditaciones, a sus laberintos.

Sinuosamente, Henry se levanta de la mesa del bar, y va detrás de su hermano sin que éste se de cuenta; lo observa subirse al auto, se sube él mismo al suyo: y arranca. Con el más grande de los cuidados –siempre dejando dos o tres carros entre ambos, pero acelerando para que ningún semáforo los separe dramáticamente– se dedica a reproducir los mismos movimientos del automóvil de Santiago. Al fin, llegan ambos al Condominio. “Conque aquí es donde este maricón se ha estado escondiendo todo el tiempo”, piensa Henry.

Pone abruptamente el carro detrás del carro de Santiago. Éste, claramente asustado, se vuelve, pensando acaso en un asalto o secuestro: es algo peor: es su hermano. “¿Pensaste que iba a ser así de fácil deshacerte de mí?”, fustiga Henry. Santiago comprende que ha sido muy imprudente, que debió tomar más reservas a la hora de volver del bar. Un toque de ansiedad se distribuye panópticamente por todo su cuerpo. No sabe muy bien cómo abordar la situación. Decide que lo más sabio es seguir con el juego.

Así que lo deja entrar a la casa #1, que es la suya. Felizmente, los comactores están repartidos en las otras casas, no hay riesgo por ahora de que sean descubiertos.

Le indica a Henry, secamente: “Allí está el bar”. Para mientras que su hermano se sirve un ron, un vodka, un whiskey, Santiago se dirige a la cocina, esperando que allí se encuentre Elvia; y en efecto, allí está. Le explica que su hermano Henry está en la casa (ella da muestras de felicidad, al parecer le guarda algún cariño, para decepción de Santiago). Santiago le prohíbe a Elvia hablarle a Henry de cualquier cosa relacionada con los comactores. De hecho le prohíbe hablarle a secas. Elvia no entiende, pero es obediente. Vuelve Santiago con Henry: “Necesito un lugar para quedarme”, dice éste, desdeñosamente. “Muy bien”, replica Santiago, “el cuarto de invitados está arriba”.

Al día siguiente, lo echa vigorosamente de su casa. Amenaza con llamar a la policía. Lo escolta hasta la salida del Condominio. Henry reacciona: “Muy bien, me voy; pero aunque te duela sigo siendo tu hermano”. Luego Henry se aleja en su carro. Toda esa jornada, Santiago permanece con una sensación de angustia.

Henry vuelve, efectivamente; pero esta vez no tiene intención de hacérselo saber a Santiago. Simplemente encuentra el modo de saltar por encima de uno de los muros laterales del Condominio, burlando el alambre perimetral. Su idea es entrar a la casa de su hermano, y robar a gusto.

Una vez adentro, procede a moverse con discreción.

Pasa sigilosamente a un lado de una especie de altar de piedra: una Virgen.

Entra a una de las casas, y ¡semejante sorpresa!, se ha topado de bruces con un comactor.

Lo inspecciona. No puede creerlo. Sale de la casa y se dirige a la más próxima, y luego a la siguiente. “Esto es demasiado maravilloso”, piensa.

Este descubrimiento vale dinero, de eso está seguro Henry.

Cuando Santiago llega a su casa, allí está su hermano en la sala, sonriente, cínico, insolente como nunca; y con un ron, un vodka, un whiskey, en lamano. En tal momento, sabe Santiago que algo realmente anda mal.

Santiago se muestra dispuesto a ver cuánto sabe su hermano, confraterniza hipócritamente para saber en donde es que está parado. Pero no puedo ocultar su nerviosismo. Algo impreciso y estrafalario hay en sus gestos. Sus dedos tamborilean sin saber quedarse fijos.

Toda una secuencia de microescenarios faciales lo delatan; Henry está pasándosela tan bien, observando todo este teatro de su hermano.

Y es que sabe que tiene todas las de ganar; y no va a tolerar más el salmodiado tonito condescendiente de su hermano. Pero Santiago, más niño que hombre, a estas alturas, no se atreve siquiera a llevar la conversación por ese lado: algo muy viejo y mohoso aflora de sus mismas vísceras, una coloración de impotencia, una vieja fiebre, algo que le desautoriza ante Henry, una tristeza desencandenante de otras tristezas. No sabe esquivar esta vejez súbita. La felicidad, hace unas semanas tan practicable, se ha rescindido violentamente.

Henry pide, demanda otro trago. Santiago no tiene otro remedio que servírselo. Para este momento sin asideros jamás podría haber estado preparado. No posee ninguna forma de salvarse, ninguna seguridad referencial a su disposición. Se han materializado sus peores miedos; se han verificado sus más injustos pavores. Es la pudrición total. Entra Elvia a la sala. Primero se queda quieta, al ver a Henry, recordando la advertencia de Santiago de que no debía de hablarle. Pero después muestra genuina felicidad por ver a Henry: después de todo, fue ella quien lo cuidó cuando era pequeñito. Desacostumbrado a semejante afecto, Henry incluso hasta pierde su seguridad por un segundo; está conmovido. Pero vuelve a recuperarla, una vez Elvia sale del cuarto. Seguro de su victoria, vuelve a clavar la mala mirada en los ojos de su hermano.

Santiago mira a su alrededor: las cosas, ellas también, están como cansadas, las parturientas cosas, las violáceas. “Ellos siempre te prefirieron a tí”, está diciendo con rencor Henry. “Ellos”, queriendo decir sus padres. Es de día, pero es de noche, para Santiago, que sabe que eso que dijo su hermano es al fin de cuentas verdad: siempre lo supo: nunca hizo nada al respecto.

Y Santiago entonces recuerda a su padre: cómo lo cargaba, le daba los mejores regalos, le felicitaba por sus calificaciones, y en cambio a su hermano nada: nada. Hay algo de despectivo y alzado en la postura de su hermano. Y en la suya, algo de relegado, larval y acabado.

Henry  se sirve más alcohol, quizá a favor de esta capitulación, de esta amarga y absurda impostura. La mirada de Henry se va radicalizando, es apasionante y cruel, tan perfecta, tan genial y desconocida. 

No se extraña Santiago, cuando su hermano le dice, casi dulce, que ya vio lo que había en las otras casas, que lo sabe todo.

Una modorra enguanta el alma de Santiago. La ventana consiente un bloque de luz irreal. Y la sala se llena de onírica tristeza.

Henry se levanta. Se anuncia un momento muy cinematográfico, muy propio de las películas. Unidos por este reparto de roles, los dos hermanos se saben hermanos y coprotagonistas en una tragedia que va pariendo morbosamente sus escenas. La mirada de Henry remira, reobserva, con villana disposición.

–Por supuesto, quiero dinero.

“Por supuesto, quiero dinero”, así ha dicho. Santiago está muy callado. Sesenta criaturas invisibles esperan su respuesta, no obstante. Camisa un poco abierta; la cara reseca; la vieja cicatriz en la mano. Cinco, diez segundos transcurren. Pero es como si lloviera lo eterno.

Henry lo mira con ojos de secuestrador. Evidente que está en ese lugar en donde siempre quiso estar. ¿Cuánto tiempo habrá esperado para que se diera este momento?

Santiago camina por detrás del sofá en donde su hermano se encuentra. Mira tan cercano el florero vacío… sería tan fácil, piensa.

Allí está Henry, en tiempos de infancia, ayudándole a cruzar un río.

Una imagen venida de lo más arcano le hace desistir de reventarle el florero vacío sobre la cabeza. Iban los dos por las nudosidades del bosque, progresivamente felices, favorecidos por la humedad de las hojas, marcadamente libres. “Por aquí”, decía Henry, que le gustaba jugar a descubrir nuevas rutas.

Este recuerdo se lleva consigo el impulso homicida. De acuerdo, hoy no voy matarlo, expresa en su interior Santiago, quien sin este grandioso recurso –asesinar– está de nuevo acorralado.

Las sombras y las luces, rubricando la sala. Por no llorar, Santiago se toma un trago de alcohol. En su modo y forma de hacerlo, hay algo de final y conclusivo.

“Está bien, ganaste”, dice Santiago.

Se pone a reír Henry; la carcajada le anula cualquier aspecto humano. Y otra carcajada se sobrepone a la primera. Ambas son diabólicas. Todavía larga una tercera, una risita cochambrosa.

“Está bien”, repite Santiago.

Y empieza a sentirse feliz, derrotado, feliz. 

“Voy por mi chequera”, aún dice.

Y sube por las escaleras. Allí piensa otra vez en matarlo. Pero es como el último estertor de una cucaracha fumigada.

Cuando le entrega el cheque, los cuadros, los sofás, el equipo de sonido –hasta las pacíficas plantas– zozobran, por lo ocre del gesto.

El final de esta escena incluye el momento cuando Santiago escolta a Henry a la salida del Condominio, hasta la puerta de entrada. No se sabe a decir verdad si llega hasta allí; en todos los casos llega bastante cerca. Ojos desvergonzados lo observan, morbosamente: las hojas. ¿Pero y su hermano? Henry simplemente se va, parte como vino.

Qué lucha a veces es la sangre. 

Algo raro le sucede a Santiago a la mañana siguiente. Al nomás despertar, se sirve un café con la misma inquietud de una adolescente que aún no les ha dicho a sus padres la noticia de un embarazo. Lo que se quiere decir es que Santiago hoy no está bien en su piel. No hay espacio en Santiago para la mínima armonía: algo definitivamente está pasando. Puede verse que esta ansiedad rebasa lo normal. Entonces le toma un impulso y muchas ganas de ir a ver los comactores, lo más pronto que se pueda, a sus respectivas casas. No sabe por qué, pero necesita verlos. Es seguro que están bien, pero necesita comprobarlo.  

Al primero que va a ver es a Julio Alfaro, pero sucede que Julio Alfaro no está en su cuarto. ¿En dónde está Julio Alfaro? Como puede vehicula un par de hipótesis, una de ellas siendo: ¿en dónde lo habrá puesto Elvia? A ello le sucede una ira devoradora, pantagruélica: pero, ¿en dónde diablos lo puso Elvia?

Luego Santiago incurre en un pensamiento directo:

“¿Es posible que Julio Alfaro haya vuelto a la consciencia?”.

Bien, ¿es posible? La pregunta le provoca una perorata interna de múltiples aristas. Hace mucho que no pensaba en tal posibilidad (aunque a veces un oscuro temor indefinido se instalaba en un ángulo de su vientre). Entre otras cosas, considera que sería algo complicado. Pero es difícil para Santiago razonar en esta cuestión, y de pronto se siente agotado.

La mente es el universo del temor. Un pensamiento lo desarruga completamente, a Santiago: ¿y si su hermano se llevó a Julio Alfaro? Se ha caído de bruces contra una posibilidad muy tenebrosa.

Se dirige como un minotauro resoplante a la casa de Dionisio Tzurec. Entra. Oprime el interruptor de la luz. Ésta se despliega en el interior de la casa con elasticidad. Sube por las escaleras y avanza hasta el cuarto. Allí está Dionisio Tzurec: está con Julio Alfaro.

¿Quién ha puesto a éstos dos juntos? ¿Es ésta una broma de mal gusto?

Santiago sale en busca de Elvia. Al encontrarla, le pregunta: ¿por qué ha puesto a Julio Alfaro en la casa de Dionisio Tzurec? La respuesta no puede ser más desconcertante:

–Yo no lo puse allí. Él se puso por su cuenta.

Santiago otra vez corriendo, esta vez en dirección a la casa de Beatriz. Pero resulta que su esposa tampoco está.

Regresa con Elvia.

Pregunta a Elvia:

–¿En dónde está Beatriz?

Y Elvia:

–Me dijo que se fue a ver a la Virgen.

En efecto, en el altar: allí está. Arrodillada frente a la Virgen. Pero no está consciente. Santiago no entiende ni qué demonios está sucediendo ni nada. La lleva de vuelta a su casa, cargada. O Elvia ha perdido la razón, o quiere hacerlo perder la razón a él.

Por la noche, se asegura que todos los comactores se encuentren en sus respectivas casas.

Luego se aposenta a la salida del cuarto de Elvia, para vigilarla: desconfía de ella. Elvia no sale de allí en toda la noche. Así que nomás amanece, se dirige confiado a las casas, seguro de que los comactores no se han movido, pero en seguida,una interjección malsana brota de su boca. Al fin los encuentra: y resulta que están todos en la casa #8. 

Santiago se agarra el pelo. Entonces se le ocurre algo: las cámaras. Hay cámaras en todas las casas. Sólo es cuestión de revisar las grabaciones, para así saber lo que realmente ha pasado durante la noche. Se dirige al cuarto de control.

En efecto, las grabaciones muestran lo más insólito: los comactores, aún dormidos, caminan. Dormidos: los ojos cerrados. Pero caminando. Un extraño caso de sonambulismo general. Santiago le muestra lo visto a Elvia. Preguntada al respecto, Elvia se limita a decir:

–Ah sí, son muy inquietos.

Requiere una gran dosis de sangre fría no perder la cabeza ante semejante respuesta. Sangre fría es eso de lo cuál en este momento Santiago carece. Santiago grita. Elvia sale del cuarto de control, en lágrimas, terminantemente humillada, con la intención de encerrarse en su cuarto.

En una de las grabaciones se ve a Myrna Orozco, por ejemplo, sirviéndose un vaso de leche, como si nada. Se ha materializado algo tan raro, tan sumamente inescrutable: los comactores han despertado… sin despertar. En el pecho de Santiago sus latidos retumban luctuosamente, angustiadamente, membranosamente, satinados de ansiedad. Cuánto más quiere comprender esto Santiago, menos comprende. Siempre que produce una hipótesis, algo le hace fluctuar otra vez.

En el resto de grabaciones se puede apreciar cómo los comactores básicamente hacen de todo, centellean como niños, van por allí y van por allá. Los comactores son como espantos amarillos.

Por ejemplo, a Dionisio le ha dado por tomar vino. Luego se pasa a gin, pero con el gin empieza a mostrar una conducta desgajada, que lo pone retador. Molesta al resto de los comactores, con actitudes francamente prostibularias, y los otros lo esquivan como pueden. Su cuerpo pesado se tambalea tontamente.

Una de las cámaras exteriores capta a Dionisio subiéndose al techo, ensalmado por la borrachera. ¡En el techo! En un momento Dionisio sale del encuadre de la cámara, y podría pensarse que se caído pero reaparece luego de dos minutos (en último plano, la palúdica luna). Santiago está como engusanado de la rabia: ¡tanto cuidarlos para que se expongan de esa manera!

A Beatriz se le ve hablar por teléfono. (¿Con quién, a esa hora?)

Y luego le da por amarrar a Myrna Orozco, quien en la imagen de la grabación se muestra sollozante.

Santiago observa cómo Julio Alfaro se pone a limpiar los vidrios de la casa, con irreparable optimismo. Para ser un vegetaloide, es uno muy productivo.

Después Julio Alfaro se pone a hacer ejercicios. Se pensaría que después de tanto tiempo de estar inactivo, sería para él imposible esta clase de movimientos, pero Santiago comprueba con cierto horror cómo Julio Alfaro emprende series esquemáticas de abdominales sin ningún reparo, poniendo un acento de paroxística vitalidad inclusive.

Una de las cámaras del jardín ha registrado a Myrna Orozco (que se ha desamarrado) matando pájaros con una onda. Lo más desconcertante, problemático y nebuloso del asunto para Santiago es que no tiene idea de dónde realmente ha sacado una onda.

La Santa, según muestran las grabaciones, medita. Sólo eso: medita.  
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