III


Nada le gustaban a Beatriz todas esas pinturas que Santiago colgaba en las paredes: imágenes inquietantes, a veces tan siniestras: cuerpos sin forma, retorciéndose, punzantemente.

¿De dónde venía esta afición de Santiago por un arte tan decididamente grotesco?

Beatriz sabía exactamente de dónde: Elisa Machado.

Elisa Machado era una artista que le decía a Santiago qué cuadros comprar y qué cuadros no comprar.

Ese día que Beatriz la conoció, la detestó de inmediato.

Como ya se pudo haber dicho, Santiago siempre tuvo pretensiones de coleccionista.  Coleccionaba cuadros y coleccionaba libros.

Entre tantos libros y tantos cuadros, Beatriz sentía que ya no había lugar para ella. Se asfixiaba.

Y Santiago coleccionaba dados.

Y Santiago coleccionaba máscaras africanas.

Y un día, Beatriz se armó de valor. Y dijo: “Santiago: o los cuadros, los libros y las máscaras, o yo”. Entonces él se encerró en su estudio, durante sucesivas noches, furioso. ¿Pedirle que se deshiciera de sus tesoros? Era inconcebible. Y sin embargo, ella había hablado con tanta seriedad. Entonces pensó: en sus cuadros, pensó en sus libros, y pensó en las máscaras. Y dijo: está bien. Se deshizo de las máscaras. Ella sintió eso como una victoria, y como un prólogo a otras victorias. Cuando Beatriz cayó en estado vegetaloidoso, Santiago sintió por su lado un éxtasis de libertad. Santiago se dijo: “Ahora sí: coleccionaré lo más raro, lo más extraño, lo que Beatriz jamás me hubiese permitido coleccionar”. “Coleccionaré insectos”. “Coleccionaré ratas”. “Coleccionaré tapaderas de alcantarillas”. “Coleccionaré uñas de mujeres famosas”. “Coleccionaré fetos”. “Coleccionaré dientes de esquimales”. “Coleccionaré tuercas”. “Coleccionaré panes secos”. “Coleccionaré amantes”. Se dijo. “Eso, coleccionaré amantes”. “Las tendré grandes, chiquitas, estúpidas, sucias”.

Y se le ocurrió, en un momento dado, algo muy extravagante, decididamente extraño: coleccionar vegetaloides.

Lo único que Beatriz coleccionó alguna vez en vida fue un montón de momentos muertos frente al televisor.

Beatriz no tenía una cultura: así como los organismos rechazan ciertos agentes foráneos, así Beatriz rechazaba cualquier reto a su sensibilidad.

Pudo haber tenido una inteligencia –la tuvo su hermano, por ejemplo– pero, en fin, se abstuvo. Ni su padre ni su madre eran lo que se dice unos genios, pero mantenían una cierta disposición, un principio de buena voluntad hacia los libros. Había una librera en la casa, y algunos libros leídos.

Y no es que fuera tonta, por otro lado. Pero le hizo una guerra callada a la cultura, que en su mente, por una oscura razón, representaba el fracaso económico en el cuál había nacido.

Su madre no supo nunca realmente reconocer esta repugnancia de Beatriz por todo aquello que implicase una educación. De haberse dado cuenta, ¿habría hecho algo? En el colegio Beatriz no era es cierto una mala alumna: pero nunca lo contrario. Con sus manos blancas, su cara perfecta (tenía una cara perfecta) puso un cierto empeño vacío en las clases, que la llevó a graduarse eventualmente.

Beatriz vivió (y sigue viviendo) como viven ciertas enredaderas, apretando los árboles grandes con obstinación, fundiéndose a la fuerza. Ninguna mujer más inútil y más acomodaticia que Beatriz. La vegetaloidización, en el caso de Beatriz, más que mutilarla, la vino a corroborar. Beatriz jamás pudo nutrirse a sí misma; necesitó siempre que algo exterior a ella la sustentase –siempre fue una clara mantenida.

Sucesivos novios cumplieron con la tarea linfática de custodiar sus necesidades.

Dejó la universidad a medio acabar.

Trabajó en un restaurante de comida de autor –propiedad de un amigo– por un tiempo. Como dos semanas, aproximadamente.

La única posibilidad de Beatriz era casarse, vender su rostro y su culo al mejor postor. Así como Beatriz, hay otras miserables condenadas a esta práctica.

Mujeres como Beatriz a todos incomodan pero a la vez a todos calman, misteriosamente.

Nacieron así. Morirán así.

Aparte estaba, además, el factor perrito snob. Santiago llegó incluso a creer que toda la energía histérica de Beatriz tendía a cristalizarse en esa pequeña criatura ladrante, que lo abominaba intensamente, y le recordaba con incisiva puntualidad, y en cada ladrido, que realmente su mujer era un asco de ser humano. A ello se debió principalmente que Santiago decidiera tomar a la pequeña cosa peluda con una mano estranguladora, y tirarla de la terraza un cierto día, algo profundamente terapéutico. El perro descendió en picada, y murió en el acto. Así como hay café instantáneo, hay muerte instantánea. Desde la terraza, Santiago comprendió que se estaba convirtiendo, no, que se había convertido ya en una especie de monstruo de cuatro mandíbulas, catorce brazos, y aliento a alcantarilla, esto es: un demonio.

Beatriz le retiró formalmente los buenos días.

No le dijo más buenos días. Ni a él, ni a Elvia.

Sólo para explicar: Elvia es la nana de Santiago. Lo cuidó desde que él era un mocoso, y ahora que es un adulto trabaja para él como cocinera, y haciendo la limpieza. Por supuesto, a Beatriz nunca le cayó nada bien Elvia, y rápido quiso convencer a su marido de cambiarla por alguien más, cosa a lo cual Santiago se negó con una cierta rotundidad bestial. Beatriz se resignó; pero siempre sintiendo como miedito de la anciana, porque en definitiva había algo de oscuro en Elvia, en su figura corcovada, en sus manos artríticas, y cuando arrastraba los pies incansablemente. Por demás, Elvia sabía perfectamente que el Santiago no iba echarla a la calle, así que no se esforzaba mucho en simpatizar con Beatriz. Elvia y Beatriz intercambiaban entonces silencio.

Elvia se pasaba haciendo oficio, y cuando no hacía oficio, rezaba.

En cambio Beatriz ni rezaba, ni hacía oficio. Se aburría.

Hasta que en cierto segmento de la gran amarilla curva de su alongado fastidio, le dio por tomar fotos.

Pasa con estas mujeres que a raíz de una crisis profunda, incurren en la fotografía.

El caso es que le pidió–exigió a Santiago una cámara de cuatro mil dólares, y sin ningún talento visible, pero heroicamente, retrató fotográficamente todo aquello que se le puso enfrente: desde el bello crepúsculo hasta la rasuradora profana con la cuál se afeitaba las canillas. A muchos aburrió mostrándoles miles de fotos que parecían ser todas la misma.

En otro segmento de la gran amarilla curva de su alongado fastidio, le dio por poner una tienda de ropa.

Su crueldad entonces pudo alcanzar logros más altos, ahora en el plano laboral: cómo trataba a sus pobres empleadas, las gritadas que les daba. Todas las semanas se iba una nueva, y una nueva venía. Por esa época inauguró una cierta afición hacia el vino. Invitaba a personas que Santiago ni conocía a la casa. Pero él ya ni bajaba del dormitorio. Tarde ya, la sentía desplomarse del otro lado de la cama, ese territorio feral.

La tienda de ropa no la puso exactamente ella: la puso más bien él. Representaba más un gasto que otra cosa. Santiago sabía que era un gasto, pero el temor a su mujer desocupada le hizo mantener el negocio –aunque no era tal– abierto. En realidad no representaba ningún obstáculo real en su presupuesto, así que le daba lo mismo. Con tal de no tener a esa inútil tirada en el sofá con un cartelito colgando del cuello diciendo: “inútil”, le concedía ese capricho. Beatriz siempre se las arreglaba para salir victoriosa, santificada, despreciablemente satisfecha.

Antes de la vegetaloidización, se la pasaba cambiando de dependiente cada mes, en pos de un saludable y dinámico histerismo aproximadamente permanente. Parecía incluso haber fundado un estilo de vida, al ritmo de la música lounge, que era lo que se oía siempre en la tienda. Típico de Beatriz era ponerse roja, estallar a la hora del corte de caja, un momento sacramental de su día. Lo percibía como un enfoque necesario (“¡Otra vez, Rosa!, pero si ya te he explicado mil veces…”) y una necesaria compensación por la atmósfera general de su vida (“¡Usted es una estúpida, María, agarre sus cosas y se me va a la mierda!”). En el mejor de los mundos posibles, Beatriz se encargaba de boicotear su prosperidad emocional con una disciplina casi monacal.

Beatriz institucionalizó el hábito exasperante de cambiar las cosas en la tienda de lugar, una y otra vez, buscando un orden que jamás pudo hallar, una esencia óptima de administración del espacio completamente imaginaria, y en cada ocasión más frustrante. La tienda de ropa se convirtió en un orbe cambiante, impredecible: mil decoraciones y mil maneras, no se sabe cuál de ellas más improductiva y más torpe. ¿Alguna vez hizo algo remotamente bello, original, con su tienda? Más es posible que no.

Estos síntomas inquietantes fueron heraldos del desequilibrio conyugal que Santiago y Beatriz habían construido con tantísima dedicación. Una condición de asco, disgusto, tormento, pesadumbre, girando vertiginosamente en obertura supurante.

Beatriz sólo comenzó realmente a hacer algo –a juicio de Santiago– cuando dejó de hacer a secas. Es decir: cuando entró en estado vegetaloide. Maná, realmente. Algo caído del cielo. Era como si ella hubiese dado un salto de consciencia. Parecía más viva incluso que antes. Con la vegetaloidización de Beatriz, se hizo realidad eso de que “menos es más”. Reguló de plano todos los procesos que antes estaban fuera de control; calmó su antes frenética respiración; sus energías asimilaron una dirección única; en fin, la naturalizó. Desaparecidos todos sus insanos caprichos, lo que finalmente quedó fue una bella honrada mujer, sobre una cama eterna. Algo noble y simple, como una papaya.

Los doctores dijeron que al parecer Beatriz ese día –el día en que se vegetaloidizó– estaba muy estresada; había despedido a otra dependiente, de nuevo con gritos particularmente crueles, y allí comenzó para ella un gran dolor de cabeza, que no se fue calmando en el transcurso de las horas, así como tampoco se fue calmando su ira, su indignación; al punto en que estando en el walking closet, ya en la casa, empezó a tirar zapatos, a desgarrar las camisas de su marido, a ponerse loquita, en síntesis. El espectáculo siguió desarrollándose en la cocina (Elvia se fue a su cuarto, a la velocidad que lo permitía su cuerpo tendencioso y antiguo) y los platos empezaron a volar y los cuchillos y un poco todo lo que había en la cocina, y seguidamente se dio un episodio cardiovascular más o menos rotundo y concluyente, que hizo que Beatriz cayera, exactamente como si la hubieran asesinado, y en cierta forma se había asesinado a sí misma, con semejante crisis nerviosa.

Al caerse se abrió la cabeza contra el borde de una silla, un golpe asertivo, seco podríamos decir, pero de seco nada: eran chorros de sangre los que le salían de la herida varona. La encontró así tirada el propio Santiago, luego del trabajo, y él mismo se encargó de llevarla al hospital; manejando vorazmente por la ciudad, le acariciaba el cabello, los mechones con sangre.

Santiago no supo computar de inmediato lo de la vegetaloidización; no estaba seguro de las implicaciones de semejante noticia. Tuvieron que pasar los días de hecho para que pudiera medio salir de esa bruma que lo envolvió de pronto. Luego vinieron las segundas opiniones… Se la llevó a Houston… No se pudo nada.

La trajo a casa, y la dejó allí: no más hospitales, no más especialistas retóricos dirimiendo y arbitrando. Con algo de fraile consagrado, Santiago asistió a Beatriz, y la abnegación y una oscura, es decir obsesiva persistencia le auxiliaron en la tarea. Le daba baños con un trapo húmedo, doblaba blandamente sus articulaciones, le hablaba tontamente en un tono suave y delicado. Esa forma de vida comenzó a requisar su atención por completo.

Él mismo se hizo cargo de darle una terapia cotidiana a Beatriz para mantener sus músculos flexibles y funcionales. Así fue descubriendo verdaderamente el organismo de su mujer, y ese país, ese panorama insólito se revelaba ahora a sus ojos como un retablo dorado que había que preservar con celo devocional. Era una patria de lunares y poros, grande, extensiva, milagro sin fin. De pronto la vida había convertido a Santiago en el testigo de su mujer, en su más grande admirador.

Le cambiaba los pañales con delicadeza. Él personalmente los compraba, se los ponía, y atestiguaba una ecuanimidad santa ante los eternos meados, ante la mujer cagada que era su mujer. Su mujer volvióse por fin humana: ya no escondida detrás de formidables perfumes, sino humana, voluble, salivante, gorgoteante, peristáltica, comprobadamente impermanente.

Gran ironía, Elvia terminó haciéndose cargo de Beatriz: esa anciana, sí, a quien Beatriz detestó con ahínco ahora se había convertido en su custodia ejemplar, en su albacea más fiel, en su guardiana. Como Santiago no estaba siempre en casa, Elvia aprendió ella también los menesteres de enfermera. Y lo hacía de buena fe, con mucho gusto. Claro que se podría pensar que en Elvia operaba una especie de regocijo interno, por ver a su patrona en tal estado, luego de todas las malas caras que ésta le hizo, y los malos tratos que ella le dio. Pero ni siquiera se recordaba de tales humillaciones, a decir verdad. Elvia cumplía cristianamente, con sencillez, este nuevo reto que Dios le había enviado. No había sentido venganza en su persona: criatura sin memoria, elemental, talvez fronteriza, se fue encariñando con su reformulada patrona, cantándole baratas canciones de iglesia, convencida de que le hacía algún bien.

Beatriz adquirió cada vez más un semblante mítico de princesa dormida. Sus rasgos se fueron calmando progresivamente. Una especie de aura resplandecía a su alrededor, más blanca incluso que las sábanas níveas de su cama (sábanas que por demás todas las mañanas eran cambiadas, así como todas las mañanas nuevas flores venían a sustituir las flores de la jornada anterior, cubriendo el cuarto con un olor penetrante y exquisito, y en las paredes habían Manets replicados de dóciles cromatismos, bañados por el ancho sol entrando artísticamente por la ventana).

Santiago consiguió también para Beatriz una diadema. Un día, por cierto, estaba tan embelesado por la imagen de su mujer y la primaveral diadema, que buscó la cámara fotográfica (la misma que ella usó antes) y empezó a tomar fotos, primero a Beatriz entera, y luego a partes de su cuerpo, con una minuciosidad de cartógrafo. Resultaron ser cada vez más largas estas sesiones fotográficas, él estaba obsesionado con el cuerpo de la mujer, como un profesor puede llegar a obsesionarse con el cuerpo de una estudiante –es decir con su pubis.

Inadvertidamente, empezó a tocarla. Los pies. O le daba la vuelta, y le tocaba las nalgas. O alguno de sus dos peculiares senos. Hasta que una noche le hizo el amor. A la noche siguiente, lo mismo. No podía dejar de hacerle el amor a Beatriz –que respiraba ausente. 
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